EL PASADO TAMBIÉN TIENE PORVENIR (1994)
Por Lic. Jairo Mercado Romero
Es una lástima que solo diez mil colombianos, cuando mucho, admiren en directo y en vivo durante tres días con sus noches al medio centenar de conjuntos que participan anualmente en el Festival Nacional de Gaitas de Ovejas. Sobre los pretiles del rectángulo de la plaza y sobre su sinuosa topografía y encima del atrio de la iglesia de San Francisco, la muchedumbre dirige su atención casi piadosa a una tarima en donde un grupo de ejecutantes celebra el rito de su música como sacerdotes delante de un altar.
La atención aquella es de recogimiento religioso. El maestro de ceremonia, entre anuncios de bebidas embriagantes, presenta a los grupos de músicos y danzantes. El público acaso interrumpe para aplaudir y solo vuelve a desplegar las manos y los labios al final de la actuación de los concursantes. Bajo el sol de fuego de octubre o junto al aire apacible del cielo nocturno, el apretujamiento humano es una sola voz y un solo rostro y un solo cuerpo en trance de arrobamiento religioso.
Es difícil encontrar en otro lugar del Caribe o de los Andes en donde un festival despierte tanto fervor colectivo, fervor que parece menos de fiesta pagana que de convocatoria sagrada de los ancestros. Y se debe, sin duda, a que ese par de instrumentos rústicos de las gaitas -en cuya fabricación manual intervienen el tallo de cardón criollo de interior ahuecado, rematado en el extremo superior por una embocadura hecha de carbón vegetal y de cera de avispas-, lo mismo que el guache, de totumo cimarrón, y los tambores macho y hembra de madera con parches de cuero de animal silvestre, se amalgaman en conjunción melódica para el diálogo con los antepasados. De seguro que trastos como la trompeta, la guitarra o el acordeón, de más variados y ricos registros, aunque familiares al atavismo cristiano son menos idóneos a la hora de la evocación de los espíritus africanos y zenúes.
Es una lástima, insisto, que el país entero apenas tenga noticia de una fiesta lindante con el reino de los sagrado, mediante una cuña avara en la radio, la noticia perdida en la página interior de un diario capitalino y la imagen instantánea de un noticiero de televisión. Si fuera más crecido el número de colombianos con acceso al rito colectivo de la música de gaitas, se podría descubrir la vera efigies de lo que proclaman los entendidos la unidad mística, porque no puede llamarse con otro nombre la comunión de almas entre niños y ancianos, entre mujeres y hombres, entre propietarios y desposeídos. Como en el juego del carnaval de la edad media en el que el tonto hace por un instante el papel de sabio, el cuerdo funge de loco y el último de los esclavos hace de rey o de papa, aquí por el conjuro de la fiesta y el frenesí de las gaitas la muchedumbre vuelve al manantial de los orígenes comunes.
Pero el poder de la fiesta no solo reúne alrededor de una misma identidad a personas y grupos separados por el abismo de las clases, de la edad y del sexo, sino que hace de lo local lo cosmopolita, de lo popular lo culto y de lo tradicional lo moderno. En otros términos, la explosión en el subsuelo del alma que produce la melodía de las gaitas y el chiquichichá de los guaches y el currucuteo de los tambores, suspende el fluir del tiempo y convierte el reducido escenario de la plaza en el centro del universo.
Naturalmente que la palabra no sustituye la realidad y que lengua mortal decir no puede el embrujo inefable de la música. Pues, como impostar la voz para que vibre como un solo de tambores de Pacho Llirene, cómo modular las palabras para que resuenen en el aire con el temblor que imprimían Toño Fernández, el viejo Toño Cabrera y Alberto Cayetano Arias sobre el fotuto de palo hueco. No hay idioma humano ¡Lo juro por Dios!, que pueda eternizar aquel instante en que una muchacha, Norela Prada, empuñando su flauta rústica, desde el altar de la tarima, oficia una misa pagana con el hechizo de su música y el donaire de su feminidad.
En adelante no puede restringirse el Festival a las solas diez mil personas que cada año disfrutamos ese rito del retorno a la morada primordial. Así como Ovejas ha brindado más de una vez su paisaje como escenario para la reconciliación entre los colombianos, el festival de gaitas debe convertirse en la plaza a donde converjan todos los caminos de la patria.
En el Festival de gaitas se conocen y reconocen por ahora los ovejeros, los descendientes zenúes de las sabanas de Bolívar y de Córdoba y por supuesto el campesinado de los Montes de María. A él no es ajeno el Caribe entero con la participación de grupos del resto de Bolívar y del Atlántico y el Magdalena, incluso del interior del país.
Hacia el futuro hay que pensar en grande. Pensar, por ejemplo, en nacionalizar el festival trayendo a los descendientes de la Cunas con quienes intercambiaron esta práctica nuestros antepasados; invitando a grupos del Amazonas, según los entendidos la más remota raíz del instrumento de la gaita en el continente. Porque no, es bueno empezar a pensar en internacionalizar el festival, de manera que para el año 2.000 veamos recorrer la calle de San Juan, darle la vuelta a la placita de la Cruz, bajar y subir por la Bastilla y el Bolsillo y devolverse a lo largo de la Calle Real a los gaiteros del Zulia venezolano, los de Gijón en España (de uno de ellos dijo Campoamor: Ya se está el baile arreglando/ y el gaitero donde Está?/ Está a su madre enterrando,/ pero enseguida vendrá./); los de Escocia de faldita a cuadros más arriba de la rodilla y a unos ejecutantes que vi personalmente en Li Jiang (provincia de Yunnan), población recostada contra la cordillera del Himalaya, en China.
Mientras tanto, las fuerzas vivas del municipio de Ovejas y de la región deben reclamar la atención del Estado y empezar a tocar todas las puertas de la empresa privada, a efectos de que no sean solo las compañías de licores as patrocinadoras del certamen. El festival es la lección viva de educación cívica y en su patrocinio debe estar el Corpes, el Ministerio de Educación nacional, el Congreso de la República, el Ministerio de Relaciones Exteriores, Colcultura, el Instituto Colombiano de Turismo, las casas disqueras, etc.
Lo más urgente por el momento, es meter el Festival en el torrente del mercado de bienes culturales, obteniendo que se prensen discos y se impriman casetes y compactos con los temas ganadores del Concurso. Sería el mejor modo de estimular a los artistas, de obtener para ellos el reconocimiento público, de darle un premio de consolación a los que no pueden asistir a esta fiesta de la paz y el reencuentro con nuestros antepasados. Además, sería la mejor demostración de que a la larga la tradición termina haciendo parte de lo moderno y de que el pasado también tiene porvenir.
Es una lástima que solo diez mil colombianos, cuando mucho, admiren en directo y en vivo durante tres días con sus noches al medio centenar de conjuntos que participan anualmente en el Festival Nacional de Gaitas de Ovejas. Sobre los pretiles del rectángulo de la plaza y sobre su sinuosa topografía y encima del atrio de la iglesia de San Francisco, la muchedumbre dirige su atención casi piadosa a una tarima en donde un grupo de ejecutantes celebra el rito de su música como sacerdotes delante de un altar.
La atención aquella es de recogimiento religioso. El maestro de ceremonia, entre anuncios de bebidas embriagantes, presenta a los grupos de músicos y danzantes. El público acaso interrumpe para aplaudir y solo vuelve a desplegar las manos y los labios al final de la actuación de los concursantes. Bajo el sol de fuego de octubre o junto al aire apacible del cielo nocturno, el apretujamiento humano es una sola voz y un solo rostro y un solo cuerpo en trance de arrobamiento religioso.
Es difícil encontrar en otro lugar del Caribe o de los Andes en donde un festival despierte tanto fervor colectivo, fervor que parece menos de fiesta pagana que de convocatoria sagrada de los ancestros. Y se debe, sin duda, a que ese par de instrumentos rústicos de las gaitas -en cuya fabricación manual intervienen el tallo de cardón criollo de interior ahuecado, rematado en el extremo superior por una embocadura hecha de carbón vegetal y de cera de avispas-, lo mismo que el guache, de totumo cimarrón, y los tambores macho y hembra de madera con parches de cuero de animal silvestre, se amalgaman en conjunción melódica para el diálogo con los antepasados. De seguro que trastos como la trompeta, la guitarra o el acordeón, de más variados y ricos registros, aunque familiares al atavismo cristiano son menos idóneos a la hora de la evocación de los espíritus africanos y zenúes.
Es una lástima, insisto, que el país entero apenas tenga noticia de una fiesta lindante con el reino de los sagrado, mediante una cuña avara en la radio, la noticia perdida en la página interior de un diario capitalino y la imagen instantánea de un noticiero de televisión. Si fuera más crecido el número de colombianos con acceso al rito colectivo de la música de gaitas, se podría descubrir la vera efigies de lo que proclaman los entendidos la unidad mística, porque no puede llamarse con otro nombre la comunión de almas entre niños y ancianos, entre mujeres y hombres, entre propietarios y desposeídos. Como en el juego del carnaval de la edad media en el que el tonto hace por un instante el papel de sabio, el cuerdo funge de loco y el último de los esclavos hace de rey o de papa, aquí por el conjuro de la fiesta y el frenesí de las gaitas la muchedumbre vuelve al manantial de los orígenes comunes.
Pero el poder de la fiesta no solo reúne alrededor de una misma identidad a personas y grupos separados por el abismo de las clases, de la edad y del sexo, sino que hace de lo local lo cosmopolita, de lo popular lo culto y de lo tradicional lo moderno. En otros términos, la explosión en el subsuelo del alma que produce la melodía de las gaitas y el chiquichichá de los guaches y el currucuteo de los tambores, suspende el fluir del tiempo y convierte el reducido escenario de la plaza en el centro del universo.
Naturalmente que la palabra no sustituye la realidad y que lengua mortal decir no puede el embrujo inefable de la música. Pues, como impostar la voz para que vibre como un solo de tambores de Pacho Llirene, cómo modular las palabras para que resuenen en el aire con el temblor que imprimían Toño Fernández, el viejo Toño Cabrera y Alberto Cayetano Arias sobre el fotuto de palo hueco. No hay idioma humano ¡Lo juro por Dios!, que pueda eternizar aquel instante en que una muchacha, Norela Prada, empuñando su flauta rústica, desde el altar de la tarima, oficia una misa pagana con el hechizo de su música y el donaire de su feminidad.
En adelante no puede restringirse el Festival a las solas diez mil personas que cada año disfrutamos ese rito del retorno a la morada primordial. Así como Ovejas ha brindado más de una vez su paisaje como escenario para la reconciliación entre los colombianos, el festival de gaitas debe convertirse en la plaza a donde converjan todos los caminos de la patria.
En el Festival de gaitas se conocen y reconocen por ahora los ovejeros, los descendientes zenúes de las sabanas de Bolívar y de Córdoba y por supuesto el campesinado de los Montes de María. A él no es ajeno el Caribe entero con la participación de grupos del resto de Bolívar y del Atlántico y el Magdalena, incluso del interior del país.
Hacia el futuro hay que pensar en grande. Pensar, por ejemplo, en nacionalizar el festival trayendo a los descendientes de la Cunas con quienes intercambiaron esta práctica nuestros antepasados; invitando a grupos del Amazonas, según los entendidos la más remota raíz del instrumento de la gaita en el continente. Porque no, es bueno empezar a pensar en internacionalizar el festival, de manera que para el año 2.000 veamos recorrer la calle de San Juan, darle la vuelta a la placita de la Cruz, bajar y subir por la Bastilla y el Bolsillo y devolverse a lo largo de la Calle Real a los gaiteros del Zulia venezolano, los de Gijón en España (de uno de ellos dijo Campoamor: Ya se está el baile arreglando/ y el gaitero donde Está?/ Está a su madre enterrando,/ pero enseguida vendrá./); los de Escocia de faldita a cuadros más arriba de la rodilla y a unos ejecutantes que vi personalmente en Li Jiang (provincia de Yunnan), población recostada contra la cordillera del Himalaya, en China.
Mientras tanto, las fuerzas vivas del municipio de Ovejas y de la región deben reclamar la atención del Estado y empezar a tocar todas las puertas de la empresa privada, a efectos de que no sean solo las compañías de licores as patrocinadoras del certamen. El festival es la lección viva de educación cívica y en su patrocinio debe estar el Corpes, el Ministerio de Educación nacional, el Congreso de la República, el Ministerio de Relaciones Exteriores, Colcultura, el Instituto Colombiano de Turismo, las casas disqueras, etc.
Lo más urgente por el momento, es meter el Festival en el torrente del mercado de bienes culturales, obteniendo que se prensen discos y se impriman casetes y compactos con los temas ganadores del Concurso. Sería el mejor modo de estimular a los artistas, de obtener para ellos el reconocimiento público, de darle un premio de consolación a los que no pueden asistir a esta fiesta de la paz y el reencuentro con nuestros antepasados. Además, sería la mejor demostración de que a la larga la tradición termina haciendo parte de lo moderno y de que el pasado también tiene porvenir.
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