LOS CAMINOS INVISIBLES DE LA GAITA (1993)
Por Edison Martínez Ramírez
Uno:
Ovejas, sabe a rumor vespertino de aldea elevándose entre laderas. Basta pronunciarlo y encontrarla siempre presentida en el norte que el horizonte de la casa muestra en el confín de requiebros de una carretera que se pierde entre los cerros de Corozal, por una senda en invierno y verano florecida de balsaminas y campanillas.
Hacer este itinerario ahora, es sumergirse en la basta dimensión de los cielos de la infancia, recordar los primeros viajes en las historias del padre, que exacerbaban el deseo por saber que había más allá de los montes azules de nuestro asombro. Así, llegar a Ovejas es un acto de reconciliación con la tierra. Basta asombrase al ondulado de sus calles, y el aliento alcaloide del tabaco en fermento con su efecto depurativo, va aligerando la costra que nos cubre esa “pequeña ñapa inalcanzable” que era el alma en el inventario de los tesoros perdidos de la infancia en la “Lección sobre el miedo” escrita por José Ramón Mercado para cumplir la eterna lección de amor que le dejó su maestra.
Dos:
Desde cada gajo de uvero se expande al amanecer un aroma de perlas ínfimas. Una diadema blanquísima, al contacto de la primera luz, revienta sus poemas de miel entre la aspereza de las hojas.
Por un instante solamente, antes que el sol se asome ya trepado sobre la niebla de los cerros; una sábana inmensa y transparente sube al cielo. Tejida de vapores, de aromas, de sabores, no se sabe si sea el humo milagroso de las hornillas en los caneyes, o el espiral azul-espeso del tabaco encendido entre los dedos crispados del viejo que a esa hora arranca un manso acorde a su gaita, agregando el sonido, para que el tejido feliz de la mañana se complete. La música inasible que se eleva sobre la luz de los guarumos, cubriéndolo todo.
Tres:
Aquí es Ovejas, tomada de gaitas como flechas ocupando el antiguo carcaj de la memoria. Recorrida de tambores con sus maderos cinchados de cabuyas crujientes y cueros recién acuñados, afinados, listos para la contienda, exhibiéndose en las espaldas de los guerreros felices llegados de pueblos y caminos disímiles. La mancha de los últimos venados aún persiste sobre la piel recién curtida del tambor alegre. Las manos frenéticas se doblegan a la cadencia india de los pitos de cera, desgajándose sobre la noche una tempestad de abrazos y claveles.
Cuatro:
Llegar a Ovejas es encontrarse con el forastero de la propia tierra que en medio del tropelín de gaitas se inocula para siempre el don de volver. Los orfebres de la cumbia extraen del crisol de los difuntos el carbón y la cera más puros para su chuana sagrada. Aquí ningún deseo se pierde; unas caderas cimbreadas de espermas en el fragor de la vigilia tejen la filigrana que sueñas para tu bien morir. Entonces la gaita te lleva a un pozo de brisas donde las aguateras se bañan desnudas ante de llevarte para beber.
Uno:
Ovejas, sabe a rumor vespertino de aldea elevándose entre laderas. Basta pronunciarlo y encontrarla siempre presentida en el norte que el horizonte de la casa muestra en el confín de requiebros de una carretera que se pierde entre los cerros de Corozal, por una senda en invierno y verano florecida de balsaminas y campanillas.
Hacer este itinerario ahora, es sumergirse en la basta dimensión de los cielos de la infancia, recordar los primeros viajes en las historias del padre, que exacerbaban el deseo por saber que había más allá de los montes azules de nuestro asombro. Así, llegar a Ovejas es un acto de reconciliación con la tierra. Basta asombrase al ondulado de sus calles, y el aliento alcaloide del tabaco en fermento con su efecto depurativo, va aligerando la costra que nos cubre esa “pequeña ñapa inalcanzable” que era el alma en el inventario de los tesoros perdidos de la infancia en la “Lección sobre el miedo” escrita por José Ramón Mercado para cumplir la eterna lección de amor que le dejó su maestra.
Dos:
Desde cada gajo de uvero se expande al amanecer un aroma de perlas ínfimas. Una diadema blanquísima, al contacto de la primera luz, revienta sus poemas de miel entre la aspereza de las hojas.
Por un instante solamente, antes que el sol se asome ya trepado sobre la niebla de los cerros; una sábana inmensa y transparente sube al cielo. Tejida de vapores, de aromas, de sabores, no se sabe si sea el humo milagroso de las hornillas en los caneyes, o el espiral azul-espeso del tabaco encendido entre los dedos crispados del viejo que a esa hora arranca un manso acorde a su gaita, agregando el sonido, para que el tejido feliz de la mañana se complete. La música inasible que se eleva sobre la luz de los guarumos, cubriéndolo todo.
Tres:
Aquí es Ovejas, tomada de gaitas como flechas ocupando el antiguo carcaj de la memoria. Recorrida de tambores con sus maderos cinchados de cabuyas crujientes y cueros recién acuñados, afinados, listos para la contienda, exhibiéndose en las espaldas de los guerreros felices llegados de pueblos y caminos disímiles. La mancha de los últimos venados aún persiste sobre la piel recién curtida del tambor alegre. Las manos frenéticas se doblegan a la cadencia india de los pitos de cera, desgajándose sobre la noche una tempestad de abrazos y claveles.
Cuatro:
Llegar a Ovejas es encontrarse con el forastero de la propia tierra que en medio del tropelín de gaitas se inocula para siempre el don de volver. Los orfebres de la cumbia extraen del crisol de los difuntos el carbón y la cera más puros para su chuana sagrada. Aquí ningún deseo se pierde; unas caderas cimbreadas de espermas en el fragor de la vigilia tejen la filigrana que sueñas para tu bien morir. Entonces la gaita te lleva a un pozo de brisas donde las aguateras se bañan desnudas ante de llevarte para beber.
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