Por Jairo Mercado Romero
A Rogelio Echeverría:
No me sorprende si el cinematógrafo y el fonógrafo resulten los inventos más revolucionarios desde el advenimiento de la escritura y la imprenta; es más, aún más revolucionarios que ambas, ya que el número de los que saben leer es reducido y más reducido aún el de aquellos que entienden lo que leen.
Bernard Shaw, 1915.
Yo digo que el siglo veinte sólo llegó efectivamente a las Sabanas de bolívar por los días en que la gente se aglomeraba para ver imágenes animadas proyectadas desde una máquina sobre la superficie de un telón. Para ese público que escasamente conocía la fotografía y que acaso había oído mencionar el fonógrafo, el cine era un espectáculo del otro mundo. Por una parte, estaba llamado a conquistar más públicos que el libro y el periódico, incluso que la radio, porque aquellos necesitaban de lectores con cierto grado de instrucción escolar y familiarizados con la palabra escrita y ésta exigía al menos en casa de un aparato receptor. En cambio para acceder al cine, el arte más democrático y revolucionario inventado por el hombre, bastaba pagar unas monedas y disponer nada más que de unos ojos para ver y unos oídos para oír.
Fue entonces en los años veinte y treinta cuando ingresó el siglo veinte, con notorio retardo, a los pueblos del que es hoy el Departamento de Sucre. Los primeros proyectores debieron llegar de Estados Unidos y Europa al puerto de Tolú o a Barranquilla y desde allí nos llegó a través del río Magdalena, y los municipios en donde se exhibieron las primeras películas de cine mudo fueron sin duda Sincelejo y Corozal. Por informes recogidos de Luís Eduardo Díaz, se sabe que en este último don Ismael Pérez, en 1925, proyectaba cine en el patio de su casa y que en 1944, Julio Corena establece en este mismo pueblo el cine parlante en el patio de la Casa Consistorial, en el mismo sitio donde se levantó algunos años después el Palacio Municipal. La función de estreno de esa sala fue la película mejicana Corazón Bandolero. En Sincelejo, por iniciativa del rico filántropo don Enrique Castellanos Abreus, ya funcionaban por la misma época los teatros Palatino y Dorado.
EL TEATRO OVEJAS
En Ovejas, la primera sala de cine se inaugura en 1936, casi al frente de la casa Consistorial, en un solar comprado a don Valentín Pión y Lola Mendoza de Pión, aledaño a la casa de los Tabeada Baloco. La película con que se estrenó la sala fue Monja casada virgen y mártir, del director de cine mejicano Juan Bustillo Oro, un filme salido de Producciones Alcalde apenas un año antes. El guión cinematográfico era del mismo Bustillo Oro, basado en la novela de igual nombre del también mejicano Vicente Riva Palacio (1832-1896).
Las figuras estelares del filme eran, en su orden, Consuelo Frank, Joaquín Busquets, Julio Villarreal, Antonio Frausto, Helena D’orgaz y Carlos Villatoro.
Monja casada virgen y mártir no constituía ni mucho menos un agravio a la iglesia católica y si que tampoco ofensa a la moral religiosa de los buenos feligreses de Ovejas. Era una historia de tono folletinesco y melodramático que recreaba una leyenda colonial, a la manera de las tradiciones de Ricardo Palma y a las crónicas santafereñas de J. M. Cordovez Moure. Sin embargo, en el sermón de la misa mayor, el siguiente domingo, el padre Vicente H. Caviedes –que un año antes había abierto en Ovejas una sede de las misioneras Teresitas, gobernadas por Monseñor Miguel Ángel Builes-, se pronunció indignado contra la burla al celibato y a la castidad de la vida conventual y se manifestó, inspirado en una carta pastoral del obispo de Santa Rosa de Osos, de febrero de 1929, contra la máquina diabólica del cine.
En adelante le quedaba terminantemente prohibido asistir al Teatro Ovejas a su rebaño municipal. Y con la invitación al rezo vespertino del Angelus, todas las santas tardes de su ministerio parroquial, extendido por lo menos hasta 1946, sin siquiera darse la molestia de averiguar el título de la película, derramaba sobre los cuatro puntos cardinales del poblado las tres recias campanadas que en el código de su curato traducía: “prohibida para todos”.
Pero, a pesar de la censura del padre Caviedes, cuyos criterios cinematográficos se regían por el listado inquisitorial que traía todos los meses El Mensajero del Corazón de Jesús, el público colmaba noche a noche el tablado rudimentario del Teatro Ovejas. Hasta que en la década de los cuarenta un destacado empresario antioqueño de apellido Tobón, levantó en una esquina más debajo de la Casa Consistorial, en estilo arquitectónico funcional y moderno, el Teatro Granada.
EL TEATRO GRANADA
EL Granada constaba de u despejado cuadrilátero, con altas paredes de concreto y piso encementado, disponía de dos taquillas y de una pequeña torre de proyección y pantalla fija también de concreto y en los tres niveles escalonados del palco, la luneta y la galería, cabían holgados poco más o menos quinientos espectadores. El palco era cubierto, estaba amoblado con butacas confortables y desde allí se dominaba la perspectiva del espacio teatral. La silletería de luneta era metálica y en galería, en vez de sillas, el público popular se sentaba en incómodas bancas de madera.
De todas maneras la función tenía que darse invariablemente en horarios nocturnos, porque aquél era un espectáculo al aire libre y bajo el silencio de las estrellas. Lo cierto es que la misma película era vista al mismo tiempo por gentes de los tres niveles sociales que integraban el conjunto social de la población y, obvio, pagando precios diferentes. A Perrata (con ese nombre se designaba la galería) iba al pueblo llano, a la luneta el medio pelo y al palco los blancos o clase adinerada. Claro que, a la hora de la verdad, a nadie se discriminaba por su extracción de clase o de color y cada quien elegía la localidad de acuerdo con su capacidad de pago.
Y ahora que me acuerdo. Ni siquiera había discriminación por edades. A pesar del padre Caviedes, y después de padre garcía y del padre Gómez Alzate, las películas eran para todos los públicos. Los sábados y los domingos se ofrecían funciones de estreno y entre semana se repetían las del sábado y el domingo, a menor precio y con gancho, es decir, entraban dos personas con el mismo tiquete. Las películas que hacían felices al público menudo no eran propiamente las de argumento o de dramas pasionales, sino las de suspenso y terror, del tipo El misterio del rostro pálido y las series como Los peligros de Noika, cuya calidad medíamos los muchcahos por el número de rollos y por la cantidad de escenas “a puño limpio”.
EL DESLUMBRAMIENTO DEL CELULOIDE
El cine, sin más, nos sacó de la edad media, o de una larga siesta colonial, y nos instaló sin querer en el mundo contemporáneo. A partir del cine empezamos a ser contemporáneos, es decir, a vivir en el mismo tiempo del resto de países y de hombres del planeta. Desde entonces lo ajeno se vuelve propio, aunque por el hecho de que el mensaje venía en una sola dirección, lo nuestro no fue compartido por los centros de donde provenía el mensaje: México, Buenos Aires, Madrid, Hollywood, etc. Y para bien o para mal, las costumbres de nuestros semejantes cubanos, mejicanos, argentinos, españoles, estadounidenses, empiezan a ser, de alguna manera nuestras costumbres. A través del celuloide nos llegó con el sobrero ladeado y la sonrisa esteriotipada de del Gardel, el tango, y con el tango Hugo del Carril y con del Carril los compadritos y matoneros de los arrabales de buenos Aires; y con el uniforme de charro, la doble pistola en la cintura y las cananas cruzadas sobre el pecho, las canciones de Jorge Negrete, Pedro Infante, Luís Aguilar, el melodrama sentimental –tipo Las abandonadas, Madre adorada, las huerfanitas, Nosotros los pobres, Aventurera-, pero también las imágenes tan sangrientas como machistas de la revolución Mejicana –El compadre Mendoza, Vámonos con Pancho Villa, Flor Silvestre- alternadas con las del cine español de cupleteras, chulos, manolas y torerías.
Con el cine vino a la aldea ensimismada el deslumbramiento de la vida de las grandes ciudades, la explosión del progreso, el estruendo de las máquinas y la miseria y la epopeya diaria de sus habitantes, lo mismo que Buffalo Hill, Tin McCoy, Hoppaloon Cassidy, El Llanero Solitario, los héroes de nuestra infancia, que por dondequiera que pasaban dejaban montoneras de cadáveres de indios y aldeas enteras arrasadas, mientras nosotros acallábamos con nuestros aplausos el indio que llevábamos por dentro; y vino así mismo Tarzan, el rubio altruista, encarnación moderna del buen salvaje americano -¿El eterno mito del yanki justiciero?- que defendía a los negros buenos y apaleaba a los negros malos, y a los niños de entonces nos daba igual, porque lo de menos era hacer conciencia del negro que llevábamos repartido por todo el cuerpo y lo verdaderamente importante era el culto de la fuerza y del superhombre blanco que renunció a la vida civilizada de la ciudad para hacer el bien a sus indígenas de la selva.
El público vibraba con el protagonista masculino a quien, cualquiera que fuera su edad, le daba el título familiar de “muchacho”. Lo animaba en los combates cuerpo a cuerpo, sufría en voz alta sus derrotas y lo felicitaba con sonoros aplausos en la victoria. Si el enemigo lo sorprendía por la espalda, le avisaba; si había que estimular al amante timorato en la escena de alcoba, estallaban las voces de incitación en el silencio de la sala. Y como se trataba de una función a cielo abierto en la que los asistentes fácilmente se identificaban unos y otros y no una cámara oscura a salvo de los ruidos del mundo exterior, el cine tenía más de acto social que de acto de intimidad. Si, por ejemplo, se reventaba la cinta, en ocasiones se armaba la tángana en el público y llovían insultos contra la pobre progenitora de Falcón, si se trataba del Granada, o contra la de Balso –así lo apodaban-, si se trataba del Teatro Luz. Porque eso era el área del cine, una sala con toda la parentela congregada. Nunca faltaba el chispazo oportuno, el apunte ingenioso, de modo que cuando terminaba la película, además del deleite del espectáculo, el espectador regresaba a la realidad de la calle con el gozo adicional de estar de vuelta de una divertida reunión de familia.
En Ovejas no faltaba quien se puliera los bigotes a lo Jorge Negrete, quien imitara la retórica frondosa y rotunda de Arturo de Córdova, quien hablara con el cigarrillo colgándole de los labios como los bandidos que aparecían en las películas de Juan Orol; incluso, hubo por ahí un loquito –le decíamos Chepo-, que pretendía hacernos creer que mantenía correspondencia amorosa con la actriz mejicana Chela Campos. Tal era el grado de internalización y de la a veces patológica familiaridad de la gente del montón con los artistas del celuloide.
EL TEATRO LUZ
En los días que siguieron a la muerte del caudillo liberal jorge Eliécer Gaitán, el 9 de abril de 1948, el señor Tobón fue asesinado en Sincelejo. Sin embargo, el Teatro Granada, gerenciado por don Miguel Zota, no experimentó aún su período de decadencia. Al contrario, en los años cincuenta enfrentó la competencia del Teatro Luz, sala del peor gusto arquitectónico que abrió en el Barrio Arriba don Julio Palencia, un hombre sin ninguna preparación escolar, pero con excelente olfato para los negocios. La película con la que se estrenó el Luz fue La Reina de la opereta, cinta mejicana que tenía en su repertorio a la actriz colombiana Sofía Álvarez. La película de estreno parece que hubiera marcado la vocación mejicana del Teatro Luz. En seguida, en los años que se mantuvo abierto, ahí se proyectaron Ay Jalisco no te rajes, Los tres García, Callejera, Angelitos negros y Escuela de vagabundos, filmes que contribuyeron más a envilecer que a enriquecer el gusto de los espectadores. A propósito de don Julio, cuentan que el viejo empresario no reconocía fronteras entre la ficción cinematográfica y la realidad cotidiana, al punto que no permitía que en su cine se exhibieran películas en las que actuara Carlos Lopez Moctezuma. “Ese hombre es muy malo –decía- aquí, en mi teatro, no se presenta ese canalla!”.
EL TEATRO OKEY
Simultáneamente con el Teatro Luz, luego de que desaparece el Granada, ya a mediados de los cincuenta funcionó el Teatro Okay, en una esquina de la plaza principal, en el patio de la casa de los Taboada Baloco. El escenario del Okay era un solar al aire libre, con muebles rudimentarios, una modesta sábana a modo de telón y un viejo proyector de 35mm. El propietario era don Erich Von Heim, un anciano alemán refugiado de guerra, bastante refractario a proyectar en su sala películas mejicanas.
Por su pantalla pasaron en cambio las figuras estelares de Marlen Dietrich, Greta Garbo, Ingrid Bergman, Rita Hayworth, Charles Chaplin, Silvana Mangano, Humprey BOgart, Jeanne Moreau, Gina Lollobrigida, Sofía Loren, Marilyn Monroe. Así, pasaron por su sala El tesoro de Sierra Madre, Ladrones de bicicletas, El Halcón Maltés, Casablanca, Candilejas, Arroz amargo y Cantando bajo la lluvia. Era, claro está, un cine minoritario y para un público relativamente letrado (las películas eran de países de habla inglesa, italianas, francesas, alemanas y los diálogos venían traducidos al pie de las imágenes y de mayor refinamiento del gusto y de más agudo sentido de percepción y de crítica. El ensayo del señor Von Heim estaba de antemano condenado al fracaso en un municipio con escasas escuelas públicas y entonces sin un colegio de bachillerato en leguas a la redonda.
Con el paso del tiempo, en los cuatro decenios escasos que duro la experiencia del cine en Ovejas –en Sincelejo se sostiene precariamente y en Corozal y los otros pueblos de las Sabanas también sucumbió- el Teatro Ovejas cerró para siempre sus puertas para dar paso al Teatro Granada, y lo mismo ocurrió con el Luz, y mucho antes que se apagaran para siempre las luces del Luz, don Erich Von Heim, el buen alemán refugiado de guerra perdido en los pegujales de los Montes de María, una mañana echó en la troja de un camión la rudimentaria silletería, el viejo proyector, la plantica eléctrica cuya estridencia ahogaba el rumor del proyector y el ruido de los parlantes, y echó las latas de las películas, los marcos de los carteles y el trapo de la pantalla, y lo único que dejó tras de sí fue una nube inmensa de polvo y otra pequeña nubecita de nostalgia en el corazón de los fieles aficionados del Teatro Okay.
EL OCASO DE LA DESESPERANZA
A la pantalla gigante del cine de provincia la mató la pantalla chica del televisor. Pero no sólo la pantalla chica, sino empobrecimiento general que sobrevino con la crisis de la exportación tabacalera de los años sesenta y setenta. La inseguridad pública le echó su manito también a la muerte del cine de la provincia. Además, la producción cinematográfica mejicana entró por la misma época en una mortal crisis económica, cuando el mediocre gusto de su cine comercial empezó a perder mercado en Latinoamérica, empezando por el mismo México. De otro lado, al parecer, el gusto de los espectadores sabaneros y, en general, de la provincia colombiana, no evolucionó al ritmo de las exigencias del gran cine moderno. En todo caso, a medida que se iban encendiendo los aparatos en las casas iban quedando vacías las sillas en las salas de cine.
Nunca más, pues, volvieron la tertulias de muchachos de la parroquia a calentarse sobre si la Miroslava tenía mejor cuerpo que Nipón Sevilla o la Meche Barba, o si la Tongolele era más atrevida bailando que maría Antonieta Pons. Nunca más se hizo de la sala de cine, en plena función, un foro abierto y vivo sobre los incidentes de la película. Lástima, porque bajo su enseñanza audiovisual y debajo de su techo celestial se educaron, o nos maleducamos, generaciones de adolescentes.
La pantalla gigante debe volver a la provincia con la ampliación de la cobertura escolar y la progresiva democratización de la cultura. El cine puede ser otra estrategia en la búsqueda de la paz y del desarrollo y podría volver, pienso yo, al principio bajo la forma de una red regional de cine-clubes. Porque el show debe continuar.