José Ramón Mercado
Uno
Los días para ella siempre empezaban cuando la luna todavía estaba alta. Cuando el cielo de un gris plomizo intenso empezaba a azularse y se echaba a descender entre un murmullo de golondrinas por entre las torres de la iglesia. Por ese vacío compasivo del sueño, ella siempre parecía despierta. Y por el percance obsesivo del insomnio era que nunca dormía, según parece. La gente, sin embargo, creía que ella se levantaba temprano para recoger la gracia de Dios desenvuelta en las calles. Lo único cierto es que Luisana empezó hablando sola delante de los espejos. A verse a sí misma, mas allá de su piel gruesa y apagada que empezaba a asustarla a pesar de la intensa claridad de los días. Se miraba bien adentro de los ojos. Rasgaba el velo de los párpados y miraba bien adentro de sus ojos, hasta que sus pupilas perdían el cielo delirante de su imagen. Se retiraba luego. Se acercaba entonces. Después, empezaba a medir sus pasos en el cuarto solitario, como si estuviera preparándose para bailar un vals, un alegre danzón en el aire, estrujando las babuchas en el suelo, o quizás un mambo estrepitoso con las nalgas sueltas en vaivén, como en las películas de María Antonieta Pons, que estrenaban en el Granada.
Dos
-¿Con qué hablabas, Luisana? Pareció preguntarse ella misma.
- Hablaba conmigo. – dijo ella.
- Estarás loca. –Volvió a escuchar, ensimismada.
- No veo nada malo que uno hable sola.
- Tienes una hora de estar hablando con el espejo.- Recalcó la misma voz con cierta desilusión.
Tres
Los helechos silvestres que colgaban del alar de la vieja casona, estaban empapados con la lluvia que caía del firmamento plomizo y despiadado que se desmembraba en truenos que nunca acababan, cortados por relámpagos que hacían aparecer el cielo, una inmensa bóveda cuarteada, llena de grietas y sombras que se desmoronaban brutalmente a cada instante.
Cuando se cercioró que la lluvia caía en forma de pequeñas flores de cristal, se hincó en el patio y empezó a rezar en silencio. Tomó la regadera que estaba en el suelo y colocando su brazo en ristre entre la maleza verde del helechal, simulaba que hacía caer el agua sobre los helechos. Luego, la colgó en la percha, con hábito natural, un poco resignada, tratando ella de recuperar un tanto el trauma de su propia cordura. Siguió hablando consigo misma, como inaugurando un monólogo que había iniciado desde siempre. Solo que al comienzo esta conversación iba por dentro, articulándose en un escenario en donde ella y los demás eran, extraños protagonistas de su mismo drama. A veces quebraba sus dedos en el rito innecesario de su silencio. Era una especie de silencio adherido a la piel del rostro. En esta larga secuencia de vivas imágenes sin voz, solo hablaban sus ojos grandes amielados. Al comienzo, sus pasos en la calle eran lentos y pesados. El pelo negro iba cayendo en gajos abundantes sobre sus hombros. La luz amarillenta de la luna la ofendía en el aire sosegado de su intimidad. Luisana también llegó a odiarla intensamente bajo el turbio caudal de los días.
-Rumoraba. Esa cantinela, en ocasiones, era hilo sutil de una canción delgada.
- Señalaba, mientras yacía en una indiferencia evidente.
Cuatro
<<¿Qué llanto podría tener? Mis lagrimas se secaron al pie de su recuerdo>>.
<< Él era como el viento suave de la noche. Salgo a buscarlo y se va por el viento. Toco el viento pero no encuentro su rostro. Era un niño. Y de un momento a otro se volvió un muchacho que no supo enamorarse. En sus ojeras naufragaba la noche. No quisiera recordarlo. Pero lo veo muerto en el monte. Muchos días. Muchos meses. Mucho tiempo después, del día que se lo llevaron en la troja del camión. Cuando me avisaron, que vine corriendo a verlo, ya se lo llevaban con los demás que habían cogido esa misma noche en el cine>>.
Cinco
Decía ella, cayendo en el espeso sopor de los días de sol reverberantes o en el desaliento de las noches solitarias. Cada noche la sorprendía el vacío de una soledad insondable en un lugar diferente. Del corredor de la casa consistorial, se mudaba al atrio de la iglesia que tocaba con sus altas torres el cielo despejado del pueblo. Del atrio llegaba al matadero, atraída por la luz de las lámparas que se reflejaba en los largos cuchillos de asesinar reses. De donde se echaba a mirar asombrada, entre el muladar y el estercolero, la sangre caliente, manando de la herida de las reses que ahogaban el silencio de la madrugada en los mugidos agonizantes, como un pueblo sorprendido por una catástrofe, cayendo al abismo. Antes del amanecer, caía a la plaza de abastos en mitad de un mundo de voces que se confundía con la neblina y el aleteo de las golondrinas que se despertaban con los primeros golpes de campana. De pronto, aparecía muda y sonámbula debajo de una chalina negra, con los cabellos traslúcidos y amarillentos, de un color opaco, que enmarcaban un rostro ceniciento, bajo el influjo de un par de ojos fijos, cansados, como los de un cadáver resucitado al alba. Del cielo del púlpito y la parábola, de la meditación y la ira profética de los evangelios, que recitaba de memoria el Padre García. Luisiana se perdía entre el torbellino de una realidad cambiante, que ella misma nunca supo que la rodeaba. Desde allí volvía a iniciarse al mundo desquiciado de su memoria, de su presencia real en el cementerio, atisbando bajo el asombro de sus ojos salidos de órbita, a los muertos que llegan en sus ataúdes, al concluir la tarde, entre una sombra de luz, y la miel amarga del llanto de difuntos, que sabe a tristeza y a la hiel quemada de los recuerdos que a esa hora se apretujan entre el olor de las flores y el sollozo de las espermas, dejando una confusa fragancia de incienso y de muerto, que dura algunos días asomándose a la esquina del altar, y que hay que retirar con agua de creolina de ese lugar, así como rezando oraciones para alejarlos de la memoria sombría de los deudos, que siguen volviendo a la casa, igual que al cementerio, a dar vuelta a sus muertos queridos.
Seis
<<>>.
Siete
Cuando volvía a recobrar el trauma de su propia cordura, encendía de nuevo las luces de su locura. La presencia del tiempo inconcluso, el perfil, y a veces el rostro intacto, de ese otro rostro de su amor, que como una ciudad encendida, se había sumergido en el mar solitario de su vida, que era como el verdadero abismo de su suerte. Entonces, empezaba a recordar su carta, escrita algunos días antes de su muerte. Y todo era como recitar de tumba en tumba.
Ocho
<<>>.
<<¡Que yo no te alcance, porque voy a hacer de tu capa un sayo! Te pido que no me quites esta locura. Que quiero morir así. Tu sabes que no me importa el mundo. Óyeme bien. Tu sabes que ya no me importa demasiado el mundo. Y si te arrepientes, te quito el apoyo de mi amor. Yo no estoy loca. Yo no estoy loca. Perdí la guía del sueño. Ahora solo deambulo sonámbula entre las sombras de la noche. A mi no me gusta el hambre. Ni la soledad. Ni el frío. Ni tu muerte de muchacho regado solo en el monte>>.
Nueve
Para esa entonces, papá ya se había ido para Venezuela a ganarse unas lochas, unas cuantas monedas, como el decía. Dijo que se iba por esa vía de la trocha por donde entraban los indocumentados. <>. Así como tu misma decías. Todo va a cambiar. Aquí hasta nos construyeron los sueños, mamá. Quiero verte muy bonita con tu traje de flores y el cabello negro agajado sobre los hombros. Como las veces que ibas a bailar y que regresabas cuando ya la luna estaba alta. Y los primeros pájaros se echaban a cantar. El día que llegue hacemos una fiestecita en la casa, mamá. Como para borrar el recuerdo de esa luna amarillenta que tú decías que se ponía triste cuando regresamos trastabillando por las calles, escondiéndonos del frío de la madrugada.
" Tu hijo que te quiere, Manuel Segundo"
"PD. Avísale a Rosina y a los muchachos de la cuadra"