Saturday, March 10, 2007

LA GAITA QUE LLEVO EN MI ALMA (2004)

POR: RAFAEL NAVARRO, Desde Atlanta


Llueve copiosamente sobre las últimas estribaciones de la serranía de San Lucas, justamente donde descansan los Montes de María y se evoca el tiempo la esperanza que da vida a los inevitables recuerdos. Se puede andar sin muchas cosas pero no se puede existir sin la remembranza de lo vivido.

Eso sucede a quienes por alguna circunstancia hemos tenido que dejar el terruño, encontrándonos a cada momento con él en medio de los sueños que se vuelven crónicos y premonitorios; la calle polvorienta, el vecindario, las brisas de febrero, los soles de junio, el helado amanecer decembrino, el sonido de las gaitas, el silencio apasible de las noches de enero.

Así, cada momento que aparece en la mente sin que lo estemos buscando, no cumple otra función que devolvernos la memoria al origen, La Casa de la Calle Las Flores, los gritos a voz en cuello de Ramona recogiendo a su prole antes de irse a la cama, los vallenatos viejos de Omar Oviedo, los alares de palma, las gotas dulces de lluvia alimentando el algiber de la niña Mayo, Aníbal Berbel – El bola e´ millo en su rutinaria labor sobre su Jeep azul antes de introducirse en los senderos lejanos de El Palmar.

Bolas de trapo; tienda de barrio, olor a tierra después de las tres de la tarde, voces familiares, un pueblo que vive por dentro de su propia suerte y por fuera su propio desencanto, así lo tengo ahora vivido en lo que he decidido recordar sin que me traicione el ardor del la lejanía, así lo llevo ahora en medio de un mundo que me niega todas las señales que extraño.

El viejo toño Cabrera, cargado de años y con su dulzura de anciano más allá de la propia vida, Enrique y Cayetano, las gaitas, los gallos que cantan en la madrugada, los perros que se comen viva las últimas sombras de la noche, las voces del viento que sopla entre las hojas del maizal durante la cosecha, y ese aroma inconfundible del tabaco que se seca al natural y se aromatiza con el humo de los fogones prendidos al medio día.

El café de las mañanas, la betuaya humeante recién cocida, la india que deja sus cortes de tela los fines de semana, el vendedor de legumbres, la pelea a la salida de clases del Alianza, el profesor Licho educador de generaciones que llevan su herencia a través de los años: Chepo tirándole piedra a los pelaos que le gritan “casa burra”, el inmenso tabaco de “Yo soy” el caminar a rastras de la Yoyo, el almacén de Miguel Azar donde mi padre me compró los primeros pantalones largos y el olor de los platos exquisitos que para los viajeros cocinaba Carmen Pión, en su restaurante Ovejas.

La potente máquina del “Azote” de las mujeres, tocando desde tempranas horas los aires del carnaval y en el barrio El Bolsillo El Niño de Pablo Miranda con sones de Aníbal Velásquez como si no hubiera otro oficio en el mundo que pulverizar con música los huesos del desasosiego. Así recuerdo cada rincón como si apenas ayer los hubiera recorrido, las invencibles peñas del barrio la María, los sanjones oscuros del Curato, los eternos barrizales de la Calle Vieja, las sendas estrechas de la Calle Nueva, los columpios de Nariño y la Bastilla, y el cementerio pintado de blanco eterno por el que todos nos rehusábamos a cruzar desde antes de la media noche.

Todo eso y mucho más nos recuerda que no estamos pero que tampoco nos hemos ido del todo, que vivimos en cada cosa que nos rejuvenece el alma y persistimos en los momentos que alientan cada fibra de nuestro ser, que no se escoge ni a la madre ni a la tierra donde se nace pero que ambas las llevaremos hasta más allá de la vida.

Tan lleno sigo de mis orígenes que en la tierra de los sueños sigo soñando en mi tierra, por eso, mientras me imnubilan las madejas de rascacielos de Nueva York, la fantasía de Disney las paradisíacas mansiones flotantes de Miami Beach, el ensueño de los barcos sobre el Mississippi en el legendario puerto de Nueva Orleans, o mientras me sobrecoge el helado ritual frente a la tumba del soldado desconocido en el cementerio de Arlington y poso como cualquier turista del mundo recostado a las rejas de la Casa Blanca, siento que el mundo como decía Pacho Llire, solo necesita de un par de gaitas y un tambor para llenarse de alegría.

Por eso quizá, mis destellos de lejana angustia hayan sido los que motivaran el cementerio acertado de una de mis amigas en Cartagena, cuando al describirle lo maravillado que estaba al ver por primera vez en mi vida un diluvio de nieve.

-Jesús – dijo -, qué dicha la tuya, haber pasado de patear cagajones de burro allá en las calles de Ovejas, a jugar con bolas de nieve en Atlanta!.