Monday, July 16, 2007

UN CACHACO EN OVEJAS (2001)

Andrés Molano Moncada
Periodista y realizador de televisión

Recuerdo muy bien que fue en el año de 1994, cuando una estudiante me detuvo por uno de los corredores de la universidad: “discúlpeme, es que me han contado que usted es muy bueno en el área de televisión, y que tiene una cámara. Mire, lo que pasa es que me voy para Ovejas y lo necesito para que me ayude a hacer un documental sobre el Festival de Gaitas”, me dijo.

En mi corta existencia, era la primera vez que una mujer, desconocida para mí, depositaba tal nivel de confianza en una tarea tan delicada como la creación de un documental. La verdad, y con toda la modestia del caso, me sentía con toda la capacidad para hacer tan minuciosa tarea. Ella me hablaba de un tal proyecto para no se qué materia. Yo, mientras tanto, seguía intrigado con el tal: “Ovejas; donde diablos quedará eso”, me preguntaba; y las tales “gaitas”. Bueno, por el lado de las gaitas la cosa tenía una asociación mucho más cercana: las gaitas escocesas.

De pronto, la voz de la mujer me regresó al presente. “¿Se le mide al proyecto?”, me dijo. “Claro, eso de las gaitas es mi especialidad”, le respondí.

Esa misma tarde, la desconocida, que respondía al nombre de Constanza, me puso una cita en la cafetería para que acordáramos detalles. Evidentemente, un futuro periodista debe hacer una profunda investigación para cualquier proyecto, y más si se trata de un documental. Así que mi empolvado carné estudiantil haría su aparición en los laberínticos estantes de la biblioteca. Soldado prevenido no muere en guerra.

El tomo quinto del diccionario enciclopédico Uteha en su página 380, alberga todo el estudio, bagaje e investigación de eruditos en diversas materias, inclusive, en el de las gaitas.

“gaita: f. instrumento músico de viento que consiste en un pellejo o vejiga de animal en el cual se insertan varios tubos: uno, por el que se sopla para insuflar el aire en el pellejo; otro, una especie de clarinete u oboe provisto de agujeros que se obturan y abren con los dedos (…)”. Suficiente explicación para no ir desprovisto a la reunión de la tarde.

La tradicional bulla de la cafetería se posaba en el ambiente. En una de las mesas, además de Constanza, estaban 3 estudiantes más, el profesor de antropología y claro, yo. Todos hablaban con dominio acerca del tema.

“Si, el festival es ahora en octubre y lo vienen haciendo desde 1985; yo estuve el año pasado y es espectacular”, comentaba Constanza.

“Miren, muchachos –interrumpía el profesor-, es importante que hagan, por una parte, un diseño del tipo de información que desean recolectar; y por el otro, el objetivo del proyecto”.

Constanza con voz acelerada, sacó su as bajo la manga.
“¡Vamos a hacer un documental!, dijo.
El profesor nos miró como buscando algo o alguien.
“¿Un documental? ¿Y quien los va a ayudar?.

Constanza, sin siquiera pensarlo, me señaló. “El”.

Mi instinto sobrador, la confianza depositada en mí por Constanza y mi profunda investigación en el tema, eran razones suficientes para hacer una sola cosa.

“Mucho gusto, Andrés Molano”. Le estreché firmemente la mano al profesor. “Soy de séptimo semestre”, le dije.

“¿Qué sabes del Festival?, me preguntó el profesor.
A una pregunta inteligente, una respuesta inteligente.

“Que es ahora en Octubre”, le respondí.
“¿Y de las gaitas?, me volvió a preguntar.

La verdad, creo que el profesor no sabia con quien se estaba metiendo. Primero, lo miré con completa seguridad; y luego, recorrí cada una de las miradas de los cuatro estudiantes terminando en el rostro de Constanza.

“La gaita es un instrumento de viento que consiste en una vejiga de animal en la cual se insertan varios tubos, con los que se puede insuflar. Uno de ellos, una especie de oboe con agujeros que se mueven y abren con los dedos”, dije.

Todos se miraban entre sí, extrañados, por supuesto. Sé que los sorprendí. Nunca olvidaré el rostro del profesor, era el más sorprendido. No era para menos, él jamás tendría ese tipo de información en su cabeza. Recuerdo que se quedó pensando un rato, y luego me dijo:

“Esa es la gaita escocesa y gallega. ¿Qué conoces de la gaita zenú, la precolombina –caribeña?”

“¿Pre que?” le pregunté sorprendido.

“Precolombina-caribeña, o mejor dicho, de ascendencia negro-indígena”, me dijo el profesor.

“La verdad ese tipo de temas son muy complejos porque la historia indígena y la historia negra sólo se conoce por lo que el blanco ha escrito”, le respondí. Evidentemente una salida como esa no me iba a dejar fuera de base.

“Si, tienes razón, pero acerca de las gaitas hay estudios muy profundos. Inclusive Gabriel garcía Márquez las menciona en sus libros. Miren muchachos, es importante que se empapen mejor del tema y sepan qué tipos de estudios se han hecho hasta el momento. Ese tipo de marco teórico es importante para hacer un documental”, nos dijo.

El viaje era al día siguiente en la madrugada, un tiempo muy corto para hacer ese tipo de investigaciones. Entonces los preparativos debían hacerse lo más pronto posible. Así fue: bronceador, la música de moda, camisetas, pantaloneta de baño, pilas, casetes para la cámara fotográfica y las bien ponderadas, gafas para el sol.

Rumbo a lo desconocido. Un viaje por carretera con un tiempo aproximado de 15 horas. El “Dodge Polara” de uno de los estudiantes, sería nuestra casa móvil durante el largo puente de octubre de 1994.

La verdad, el viaje, no fue agotador, pues estábamos acostumbrados a los eternos trancotes bogotanos, que se extendían por más de dos horas. Nuestro segundo hogar eran las busetas. Así que para cinco cachacos, un viaje de 15 horas, era como desplazarse a la universidad durante una semana, algo completamente cotidiano.

Llegamos a la madrugada. Mi primera impresión de Ovejas (Sucre: supe que era Sucre porque tuve tiempo suficiente para preguntarlo durante el viaje) fue la de una vía principal donde los camiones y vehículos van a toda velocidad; pues el hotel donde nos hospedamos estaba frente a esta vía. Aunque no recuerdo su nombre, si tengo muy grabadas sus paredes azules y unos ventiladores que hacían más soportables las noches de sueño. Decidimos recobrar fuerzas para empezar a trabajar en la tarde.

La melodiosa voz de Constanza me empezaba a quitar las telarañas del sueño.
“Andrés levántate para que almuerces”, me dijo. “Nosotros, los aventureros, estábamos a la mesa degustando platos típicos: mote de queso, arroz de fríjol, y un guarapo; la verdad muy apropiados como para empezar a trabajar.

El momento había llegado, rumbo al centro de Ovejas. Con mi cámara al hombro me acercaba a conocer las famosas gaitas negro-indígenas. La Plaza San Francisco iba apareciendo frente a nuestros ojos. La gente estaba agolpada en ella. Algarabía, pitas, risas y trago llenaban la plaza. A uno de sus costados una tarima, vacía, que ostentaba el titulo “Festival de Gaitas, Ovejas-Sucre 1994” yo miraba para todos los lados buscando una gaita con “pellejo o vejiga de animal con varios tubos”, pero ni vejigas, ni tubos, ni mucho menos alguien “insuflando el aire en el pellejo”. En fin, mis ojos empezaban a captar imágenes, que no solo mostraban una identidad regional, sino que además, tuvieran un nivel fotográfico digno para un documental. Así que le dije al grupo que nos viéramos en una de las esquinas de la plaza en media hora.

Me zambullí en medio del gentío. Hice el control de blancos en la cámara, para que las imágenes no quedaran ni amarillas ni azules, sino en su color natural. Una alegre algarabía se movía cerca de la tarima. Mientras caminaba hacia ella, dejé la cámara grabando. Mi ojo derecho, pegado al pequeño visor, controlaba el encuadre, la luz, el tiempo de duración de la batería y del casete. Mi ojo izquierdo, como camaleón, miraba por donde iban caminando. La gente me abrió paso como si llegara con un tanque. Poco a poco empezaba a escuchar los golpes de un tambor, los movimientos de una maraca y el sonido de una flauta, que nunca en mi vida había escuchado. No sé porqué una extraña sensación erizó mi piel, la dejé a un lado, pues estaba trabajando. En el centro de la algarabía, una niña que no pasaba de los 10 años, bailaba con una falda ancha, apenas arrastrando los pies, frente a un señor que pasaba de los 30.

“Pareja extraña”, pensé.

Sin embargo, tanto niña como adulto, se cotejaban de una manera casi sincrónica. Él, en un coqueteo alegrón pero con hidalguía, giraba cerca de ella. La niña, con sus manos en lo alto sosteniendo la falda, giraba delicadamente sin dejarlo de mirar, como controlándolo. Tanto maracas, tambor, baile y aquella flauta larga de cabeza negra, se unían en un solo movimiento prodigioso que, aún hoy, no logro explicar con palabras. El Festival de Gaitas había empezado para mí.

La primera noche en Ovejas, me empezaba a cobijar. Frente a la cámara, comenzaban a aparecer: Decimeros, Cuenteros, Cantos de Vaquería, Parejas de Baile, baile Cantao, Pito “Atravesao” y Sandanguería, según lo anunciaban las voces de los presentadores en la tarima. Todos ellos, categorías que se premiaban en el Festival. Pero, sin lugar a dudas, la llegada a la tarima de los participantes de Gaita Larga y Corta, fue el momento de encuentro, o de reencuentro mejor, con aquella flauta de cabeza negra, que acompañada por los tambores acuñados, las maracas de totumo, las tamboras de cuero de venado y los guaches de metal con capacho, invadía los poros y hacía vibrar al más insensible. El grupo de gaitas estaba con uniforme blanco y pañuelo rojo al cuello (años más tarde sabría que este atuendo había sido creado para diferenciarlos del vallenato y del pito atravezao). Frente a mis ojos, la gaita con su sonido sencillo pero a la vez majestuoso, hacía mover a la gran multitud: algunos, con muchos tragos encima; otros, impulsados por el embriagante embrujo de la melodía, bailaban como su sangre se los dictaba. Pero en general, la multitud era gobernada por aquella flauta de cabeza de cera. En ese momento, mi cámara no era la extensión de mis ojos, sino un objeto que me estorbaba para integrarme a la euforia colectiva. “El fandango se armó en la esquina del villorrio”.

La gaita, chuana, kuisi o supes (algo que también supe muchos años después) era la reina de la fiesta. Mi pulso se mantenía firme sobre la cámara, a pesar de las ganas por integrarme a la fiesta, mi trabajo era apremiante; un momento donde el sacrificio hace llorar sangre y la razón se impone el sentimiento. Por el visor de la cámara un diminuto bombillo empezaba a titilar: la batería daba sus últimos esfuerzos. El jolgorio estaba en ebullición. Lo que estaba registrando la cámara era un flujo de energías imperdonables de cortar por una simple batería. Pero así es la tecnología, no entiende de emociones. Un destello dejó en tinieblas el visor de la cámara. Era necesario inyectarle la otra batería. Los últimos acordes de la jarana se mezclaron con los aplausos de la multitud. Inserté la segunda betería. Regresó la vida a la cámara. Cámara al hombro. Control de blancos y… el público en sus sillas se sentó agotado pero alegre. El conjunto de gaitas se bajaba de la tarima. Ya no había nada, la magia se había acabado.

Hoy después de seis años de regresar a Ovejas, y sentado frente a mi computadora, recuerdo que muchos otros grupos de gaitas pisaron la tarima y pude grabarlos completos. Pero hay algo que nunca olvidaré de mi primer encuentro con las gaitas: no fue completo. Siempre mediaba algo entre las gaitas y yo: la tecnología. Durante toda mi carrera había deseado trabajar en televisión, y aún lo sigo haciendo; pero también descubrí, que nuestra cultura, mi cultura, es más grande y dominante de lo que una pantalla de televisión nos pueda mostrar. Hay cosas que el dinero no compra: los tesoros culturales de nuestros antepasados. Aquellos tesoros que se perpetúan gracias a una tradición familiar.

Nuestro mundo material, la inmediatez, la urbe donde vivimos y toda esa lluvia tecnológica nos ha hecho olvidar que estamos hechos de una combinación negro-indígena, y que cada día, “las nuevas generaciones no son como las de antes, respetuosas”.