CHEPO (1996)
Por José Ramón Mercado
Cuando me acuerdo de Chepo me acuerdo de Chela Campos. ¿Dónde andará Chela Campos a estas horas de la vida? Porque lo que es Chepo todavía anda como un zurumbático por las calles del pueblo. Siempre me acuerdo de él. De su andar despazurrado. De su indiferencia a propósito de todo. De su sombrero de paja raído como si en la vida él siempre tuviera que llevar el mismo conchadejobo desmechado, la misma camisa de botones disparejos que se ve a las claras que los ojales no casan con esas chontas de hueso. Siempre con los mismos pantalones, la misma cabuyita amarrando los calzones que nunca eran exactos a su medida y que por eso se sabía que no eran suyos, sino de otras personas que se desprendían de ellos, no por alguna generosidad, sino por el influjo determinante de la moda que deja tras de sí la ocasión y la oportunidad de cumplir con la virtud de regalar lo que sobra. Siempre con esas mismas abarcas de cuero de rejos retorcidos arriba, remendados con tiritas de trapo y con pedacitos de alambre que me ha parecido desde hace tantos años, que era más fácil comprarse un par nuevo que vivir remendando todos los días esos látigos viejos, resecados y carcomidos por el sol y el polvo del tiempo de las calles que se han ido huyendo con el paso de la gente poco a poco. Llegué a conocer más a Chepo por el paso raspado de sus abarcas viejas, que más bien daban lástima que descanso y seguridad a sus pies áridos y descuidados.
Siempre me acuerdo de Chepo. Así como era él. Bastante tiempo que lo conocí por ahí por esos lados del Granada, por los arroyos que nacen en el pueblo. Ahí en el brocal de los aljibes, en la plaza, en el atrio, frente ala iglesia. Allí parado, sosteniéndose con el garrote que lleva como bastón para defenderse de los perros que lo atacan sin misericordia por los callejones desolados.
Él era el que llevaba los cartelones del cine a las esquinas. Él era el que los recogía por las tardecitas a la misma hora. Con eso era que él se pagaba la entrada al cine todas las noches. No importaba que muchas noches repitieran la misma película. Yo lo veía todos los días subiendo por la calle de la escuela. Bajando por la Bastilla, cruzando como un burro cansado por la placita de la Cruz, para dejar luego el último cartel sobre la boca de la plaza del mercado.
Ya nosotros sabíamos qué película iban a dar en el Granada por el modo de caminar de Chepo. Así que sí era una película de estreno, él andaba rapidito, como haciendo las escuadras en cada esquina, metiendo la primera, poniendo breque, pitando ronco como los camiones. Si era la misma película, iba despanzurradito, como sin querer la cosa, como sin que lo vieran los muchachos de la escuela pública, para no tener que decirles con la voz apagada de lámpara sin gas, con los ojos oscuros achicharrados por el sol, y el semblante pálido y trémulo, la boca vacía, los labios cuchareteados, de salteados pelos descuidados sobre el bozo, la voz sesgada y gangosa: “La misma”. Susurraba él, casi con un poco de miedo, y así iba diciendo cada vez que le preguntaban: “¿Chepo, que película dan hoy?”. Pero no es que Chepo fuera tonto de capirote. Un loco, loco. Loco de esos que nunca más se vuelven a coger cordura en la vida. Siempre lo estoy recordando ahí estupidito en la vida. Sentado en el corredor alto de la Compañía nacional de Tabaco, con el cabo de mascada en la boca y uno que otro diente teñido de la nicotina caoba del cigarro. Los labios húmedos con la miel pastosa de la saliva gruesa que amasaba antes de escupir en la calle por encima de su hombro cansado. María Jiménez es la que dice que “Él siempre fue así de quedado”. Todo mundo lo conoce con ese nombre de “Chepo”. “Y Chepo se quedó así…”, dice ella. “Nunca pasó de ser lo que ha sido él”. “Pero ahí donde lo ves, es más obediente que un perro de casa. Nunca fue un muchacho malo”. “Me lleva la ropa que plancho los sábados”. “Me vende las cocadas de ajonjolí”. “Me trae la ropa sucia de la niña Rosa Martelo”. “Él es el que corta la leña”. “Él es el que acarrea el agua”. “Sin él yo no podría vivir”. “¿Cómo haría yo para vivir sin él?”. “Decía ella en medio de su ofuscación habitual”.
Y de verdad “Chepo” iba a cine todos las noches y parecía como que entendiera el argumento de las películas. Así que cuando eran mejicanas salía hablando como Chaflán, como Cantinflas, como Viruta y Capulina. Y cuando eran en inglés se echaba a imitar a Tim Mac Coy, a Erol Flyn, Gregory Peck. Pero cuando eran de Tarzán, después de que discurría la cinta, ya en la calle, al día siguiente, o al cabo de algún tiempo, cuando los muchachos le decían: “Chepo, como es que grita Tarzán?. Él venía y se ponía las manos de bocina sobre la boca y hacía lo mismo, tratando de imitarlo en plena calle. Todo era por festejar el impase de su voz ronca, quebradiza, con la del protagonista de pelo lacio y de ojos azules que iba de salto en salto a través de las lianas de la selva.
Aunque ninguna historia es completa, al final, la historia de Chepo es más el caítulo de un extra, que la verdadera historia de un protagonista de su propia drama. Empezó llevando los carteles todas las mañanas hasta las esquinas del pueblo y terminó enamorado de Chela Campos. Aunque viéndolo bien, nosotros, del mismo modo, vivíamos enamorados de Chela Campos, de sus piernas atrevidas, de sus senos redondos que mordían por encima, el escote revocado de la blusa de encajes y de arandelas. Pero por encima de todo, por el esplendor de sus ojos grandotes que alcanzaban a mirar a Chepo que se hacía en galería en primera fila para mirar sus calzones blancos cuando levantaba las piernas atrevidas al compás de un mambo de Dámaso Alonso Pérez Prado, en mitad de una gritería que todavía recuerdo ahora que me acuerdo de Chepo
Cuando me acuerdo de Chepo me acuerdo de Chela Campos. ¿Dónde andará Chela Campos a estas horas de la vida? Porque lo que es Chepo todavía anda como un zurumbático por las calles del pueblo. Siempre me acuerdo de él. De su andar despazurrado. De su indiferencia a propósito de todo. De su sombrero de paja raído como si en la vida él siempre tuviera que llevar el mismo conchadejobo desmechado, la misma camisa de botones disparejos que se ve a las claras que los ojales no casan con esas chontas de hueso. Siempre con los mismos pantalones, la misma cabuyita amarrando los calzones que nunca eran exactos a su medida y que por eso se sabía que no eran suyos, sino de otras personas que se desprendían de ellos, no por alguna generosidad, sino por el influjo determinante de la moda que deja tras de sí la ocasión y la oportunidad de cumplir con la virtud de regalar lo que sobra. Siempre con esas mismas abarcas de cuero de rejos retorcidos arriba, remendados con tiritas de trapo y con pedacitos de alambre que me ha parecido desde hace tantos años, que era más fácil comprarse un par nuevo que vivir remendando todos los días esos látigos viejos, resecados y carcomidos por el sol y el polvo del tiempo de las calles que se han ido huyendo con el paso de la gente poco a poco. Llegué a conocer más a Chepo por el paso raspado de sus abarcas viejas, que más bien daban lástima que descanso y seguridad a sus pies áridos y descuidados.
Siempre me acuerdo de Chepo. Así como era él. Bastante tiempo que lo conocí por ahí por esos lados del Granada, por los arroyos que nacen en el pueblo. Ahí en el brocal de los aljibes, en la plaza, en el atrio, frente ala iglesia. Allí parado, sosteniéndose con el garrote que lleva como bastón para defenderse de los perros que lo atacan sin misericordia por los callejones desolados.
Él era el que llevaba los cartelones del cine a las esquinas. Él era el que los recogía por las tardecitas a la misma hora. Con eso era que él se pagaba la entrada al cine todas las noches. No importaba que muchas noches repitieran la misma película. Yo lo veía todos los días subiendo por la calle de la escuela. Bajando por la Bastilla, cruzando como un burro cansado por la placita de la Cruz, para dejar luego el último cartel sobre la boca de la plaza del mercado.
Ya nosotros sabíamos qué película iban a dar en el Granada por el modo de caminar de Chepo. Así que sí era una película de estreno, él andaba rapidito, como haciendo las escuadras en cada esquina, metiendo la primera, poniendo breque, pitando ronco como los camiones. Si era la misma película, iba despanzurradito, como sin querer la cosa, como sin que lo vieran los muchachos de la escuela pública, para no tener que decirles con la voz apagada de lámpara sin gas, con los ojos oscuros achicharrados por el sol, y el semblante pálido y trémulo, la boca vacía, los labios cuchareteados, de salteados pelos descuidados sobre el bozo, la voz sesgada y gangosa: “La misma”. Susurraba él, casi con un poco de miedo, y así iba diciendo cada vez que le preguntaban: “¿Chepo, que película dan hoy?”. Pero no es que Chepo fuera tonto de capirote. Un loco, loco. Loco de esos que nunca más se vuelven a coger cordura en la vida. Siempre lo estoy recordando ahí estupidito en la vida. Sentado en el corredor alto de la Compañía nacional de Tabaco, con el cabo de mascada en la boca y uno que otro diente teñido de la nicotina caoba del cigarro. Los labios húmedos con la miel pastosa de la saliva gruesa que amasaba antes de escupir en la calle por encima de su hombro cansado. María Jiménez es la que dice que “Él siempre fue así de quedado”. Todo mundo lo conoce con ese nombre de “Chepo”. “Y Chepo se quedó así…”, dice ella. “Nunca pasó de ser lo que ha sido él”. “Pero ahí donde lo ves, es más obediente que un perro de casa. Nunca fue un muchacho malo”. “Me lleva la ropa que plancho los sábados”. “Me vende las cocadas de ajonjolí”. “Me trae la ropa sucia de la niña Rosa Martelo”. “Él es el que corta la leña”. “Él es el que acarrea el agua”. “Sin él yo no podría vivir”. “¿Cómo haría yo para vivir sin él?”. “Decía ella en medio de su ofuscación habitual”.
Y de verdad “Chepo” iba a cine todos las noches y parecía como que entendiera el argumento de las películas. Así que cuando eran mejicanas salía hablando como Chaflán, como Cantinflas, como Viruta y Capulina. Y cuando eran en inglés se echaba a imitar a Tim Mac Coy, a Erol Flyn, Gregory Peck. Pero cuando eran de Tarzán, después de que discurría la cinta, ya en la calle, al día siguiente, o al cabo de algún tiempo, cuando los muchachos le decían: “Chepo, como es que grita Tarzán?. Él venía y se ponía las manos de bocina sobre la boca y hacía lo mismo, tratando de imitarlo en plena calle. Todo era por festejar el impase de su voz ronca, quebradiza, con la del protagonista de pelo lacio y de ojos azules que iba de salto en salto a través de las lianas de la selva.
Aunque ninguna historia es completa, al final, la historia de Chepo es más el caítulo de un extra, que la verdadera historia de un protagonista de su propia drama. Empezó llevando los carteles todas las mañanas hasta las esquinas del pueblo y terminó enamorado de Chela Campos. Aunque viéndolo bien, nosotros, del mismo modo, vivíamos enamorados de Chela Campos, de sus piernas atrevidas, de sus senos redondos que mordían por encima, el escote revocado de la blusa de encajes y de arandelas. Pero por encima de todo, por el esplendor de sus ojos grandotes que alcanzaban a mirar a Chepo que se hacía en galería en primera fila para mirar sus calzones blancos cuando levantaba las piernas atrevidas al compás de un mambo de Dámaso Alonso Pérez Prado, en mitad de una gritería que todavía recuerdo ahora que me acuerdo de Chepo
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