Sunday, August 19, 2007

LA GAITA EN LA LITERATURA NACIONAL (1997)

Por: Numas Armando Gil

Profesor de la fundación Universidad Central de Bogotá ponencia presentada en el Foro del Festival Nacional de Gaitas. Ovejas, octubre de 1995


En el principio fue el verbo. Verbo es pensamiento y palabra. Pero también es voz. El principio del hombre es sonoro.

El verbo enmudece en la escritura. La representación gráfica de la palabra es el paso decisivo hacia la universidad extensiva del pensamiento. Ya no se requiere, entonces, la presencia del oyente. El mensaje verbal conserva su actualidad en un lugar y un tiempo distintos de aquellos en que fue pronunciado (es decir, para que tenga constancia, y no sea volátil como la palabra sonora) es algo que vale la pena.

Con esta pena y esta constancia se crea una cultura en la que el hombre adquiere una nueva dimensión de ser: trasciende lo efímero de aquello mismo que lo define, que es la palabra oral. De ahí que él haya buscado la permanencia en la palabra escrita. La ley escrita cambia el curso de la historia. Es por eso que la literatura y la poesía adquieren un rango de autoridad cuando se comunican por escrito. Es una autoridad perdurable, como se comprueba en la vigencia actual de la literatura y la poesía de Homero. Nuevas leyes pueden cambiar las leyes, pero ningún poeta puede cambiar la poesía homérica.

Es por esto que el texto escrito alivia el quehacer de la memoria y también es una comunicación segura, aunque mediata. La mediación es témporo-espacial. Un pueblo que no guarde en su memoria histórica escrita toda su riqueza espiritual y material, está condenado a desaparecer en estos tiempos de la galaxia Gutemberg, en estos tiempos, donde todo lo sólido se desvanece en el aire.

Entonces, es urgente que toda la riqueza espiritual y artística de nuestros pueblos, todas sus manifestaciones culturales se escriban para que perduren en el tiempo y la distancia.

Cultura viene de colere, cultivar, un verbo latino cuyo participio perfecto masculino es cultus. Colere se refirió, en primer lugar, al cultivo de la tierra (colere agrum), entonces la primera forma de la cultura fue la agricultura. Después se usó el vocablo en sentido metafórico. Es decir, se trasladó a otro dominio, al dominio de la vida humana, y comenzó a designar el cultivo de ésta. La vida humana se ve aquí como una tierra que hay que cultivar. Lo cultivable en el hombre es su naturaleza, sus instintos, impulsos e inclinaciones, que lo hacen igual al animal. De modo que el fin de la cultura es superar la animalitas en el hombre y fomentar su humanización desarrollando su humanitas. En este sentido aparece el término ya en Cicerón en la expresión Cultura animi, cultivo del espíritu.

Entonces la cultura es humanización porque es el proceso en que el hombre conquista su humanitas.

El hombre no es algo ya hecho, sino una tarea. Este carácter inacabado de su ser radica en su origen metafísico. Es el lugar de encuentro de impulso y del espíritu. Quizá por eso no sabemos quién es él, ni lo iremos a saber nunca.

Pero, una de las maneras de aproximación a él es con su realización artística. En esta manifestación, desnuda su ser y nos muestra su esencia. Entre esas manifestaciones artísticas está la música, la poesía, la literatura.

Esa música ejecutada por nuestro campesino humilde, por nuestro pueblo trabajador, con su instrumento misterioso, de origen precolombino caribeño y que hoy nos ha reunido aquí, ha sido consignado en toda su belleza y fantasmagoría por el arte, por nuestra literatura nacional, hoy universalizada por grandes escritores de nuestra región.

Las noticias que tenemos de esa chuana o gaita, en el Nuevo Mundo, fueron plasmadas en las letras universales, en la escritura por los escritores de la conquista. El defensor acérrimo de los indígenas el padre De las Casas, plasmó su baile y reconoce la magia de esos palos sonoros que entristecen el alma y las alegra. Igual podríamos decir de Fray Pedro Simón.

En Historia general y natural de las Indias, don Gonzalo Fernández de Oviedo nos hace una descripción en un español antiguo de nuestros antepasados bailadores de gaita describiéndolos como seres alegres que rememoraban a sus antepasados en sus formas de ser.

El maestro Guillermo Abadía Morales nos dice “Este nombre de gaita es totalmente inadecuado ya que no tiene semejanza morfológica ni aún timbrística con las verdaderas gaitas europeas” (gallegas, bretonas, escocesas)… tal vez cierta similitud dudosa del sonido hizo que los españoles de la conquista dieran a las Suarras y Kuisis el nombre de gaita. La palabra “gaita” tiene origen en una voz del alto alemán (gahi) que significaba vivaracho, de allí salieron las voces francesa y castellana “gai” y “gay”, gayo o gaya ciencia, por alusión a la poesía[1], pero estas flautas de pico se derivaron las actuales gaitas costeñas que “son una fiel copia de las indígenas y se han popularizado enormemente en el ámbito mulato del litoral atlántico colombiano”.

El investigador José Portacio Fontalvo nos dice en Colombia y su música, volumen 1, que “la gaita e un instrumento musical indígena. Debe diferenciarse la gaita macho de la gaita hembra porque la sociedad indígena, sobretodo la de los farotos era más que todo matriarcal, y ello se reflejaba también en sus elementos musicales… con la ejecución simultánea de las dos gaitas empezaron los indios a expresar musicalmente el ritmo milenario del cortejo amoroso, del macho que persevera en la conquista y de la hembra que se resiste para finalmente terminar en la plenitud del amor físico”[2].

Los investigadores parece que llegan a un acuerdo al plantearse el origen de este instrumento milenario como de nuestros antepasados indígenas y más se ratifica con ese afiche hermoso del XI Festival Nacional de Gaitas, donde nos muestra su conjunto de gaitas zenú, figura antropomorfa.

Quizá por eso nuestros escritores y poetas le han enaltecido plasmándola con imágenes artística en cabeza de los hombres.

Es hermoso leer un cuento, un poema, una canción o una novela cuando el imaginario de nuestro creador se inspira para contar, poetizar o cantar el misterioso sonido que sale de un palito tan simple como un anillo, pero tan trascendental para nosotros los montañeros.

Acaso no es algo tan poético y devastador, sentimental, escuchar al maestro Jorge Artel, cuando nos canta en Ahora hablo de gaitas:

“Gaitas lejanas de la noche
nos ha metido en el alma
¿vienen sus voces de adentro
o de allá de la distancia?

De adentro y de la distancia
porque aquí entre nosotros
cada cual lleva su gaita
en los repliegues del alma

… Yo quiero sentir lo mismo
que sintieron mis abuelos
cuando escuchaban las gaitas
colmando sus noches hondas
con aguardiente de caña

En este camino largo
lleno de sombra y distancia
sobre la tierra sentado
voy a escuchar mi gaita

Y aquellos que no comprenden
la voz que suena en sus almas
y apagan sus propios ecos
con las músicas extrañas
que se sienten en la tierra
para que escuchen lo dulce
que han de sonar sus gaitas”[3]

O acaso no se nos pone la piel de gallina al leer a ese poeta metafísico latinoamericano oriundo de Tolú: Héctor Rojas Herazo. Ese que ha constituido en un solo haz, la poesía, la pintura y la literatura, para arrojarnos al mundo todo nuestro ser, nuestra cotidianidad, nuestro cosmos. El que siempre ha soñado con una metafísica para el tercer mundo cuando nos dice en purgatorio de cumbia; que hace parte de su libro Señales y garabatos del habitante:

“Gimen las gaitas con sus negros ángeles degollados.
Gimen por nosotros y la tierra,
por los arroyos y los niños sin velorio.
Gimen con sus entrañas de humo nutriéndose a sí mismas como la pena.
Las gaitas son tristes, tristes hasta morir con su trino de luto.
No les busquen descanso a las gaitas.
Tampoco les busquen un resquicio de alegría.
Ellas son de otro mundo. Son ánimas en pena que regresan, las
Noches de cumbia,
a llorar en la tierra. El idioma de las gaitas está lleno
de cenizas y arena, de vientos y espumas
remotos, de aullidos de perros y de islas con
fogones y mujeres en traje blanco despeinadas
por la furia de los vendavales.
Las gaitas son las hijas de San Bartola y tienen
olor a azufre y alquitrán. Los hombres que tocan
las gaitas están embrujadas. Por eso no miran ni sienten.
Simplemente tocan. Simplemente les meten agua y cenizas a sus flautas
Primarias. Les meten todo lo que han visto y oído.
Lo que les contaron detrás de los escaparates y lo que vieron en sueños
Y lo que sintieron una noche de luna en una callejuela abandonada.
Por eso las gaitas para quien realmente sepa oírlas, tienen
muchachas convalecientes meciéndose en mecedores de bejuco
y parturientas agrietándose en camas de tijeras
y viejitas negras que enrollan tabaco revuelto
y hablan del diablo como de un pariente” [4]

Entonces este palito milagroso, que cuando se ejecuta bien semeja “el susurro de una mujer enamorada que lamenta su pena… Este instrumento, de reconocido ancestro indígena, se conoce con distintos nombres, acorde con la región de procedencia, tales como Chuana (de los Montes de María) Kuisis (de los indios Kogi) o Suaras, suanas o supes (del Darién)[5]

Esos palos misterioso que maltratan el alma cuando se ejecutan, volvieron casi loco a uno de sus hijos, José Ramón Mercado Romero, cuando se encontraba acurrucado y chupando frío en una pieza ancestral bogotana, pero que al escuchar el recuerdo, montó su burro tropical de su imaginación y le cantó majestuosamente a su pasado musical, a su herencia sagrada, a esos sonámbulos de la alegría:

“Eran como dioses sonámbulos de la alegría
Una precipitación de pájaros en la noche
Un golpe de viento alegre. La fiebre de la gaita.
Eran fabricantes de sones lánguidos de otro siglo…
Eran dioses de una tierra de menos esperanzas…
Eran tocadores de gaita larga y de penas cortas
Eran gaiteros de una tierra que huele alegre…
Las mujeres derramaban el aceite de sus caderas…
Eran dioses ciegos que parieron el tambor de cuero
El llamador que trasiega y la maraca trémula
La sembradura de la gaita. Un golpe de viento alegre.
Todavía me parece que oigo las gaitas en la plaza”[6]
LOS GAITEROS DE SAN JACINTO

Los gaiteros de mi pueblo, San Jacinto, también la han poetizado, la han universalizado por intermedio de las letras nacionales. Ellos recorriendo el mundo y fueron llevando la “sembradura de la gaita” sus sones lánguidos de otro mundo, enloquecieron a Europa y a países de la antigua cortina de hierro, también a China. Todavía recuerdo al gran Toño Fernández cantando este verso en la puerta de mi casa:

“no gusto de liberales
ni mucho menos de los godos
ahora que regresé de Rusia estoy pensando de otro modo”

A los gaiteros de San Jacinto, los ha poetizado, también, el escritor de Ovejas jairo Mercado Romero en uno de los mejores cuentos que ha parido la literatura colombiana: La otra piel de Candelaria donde nos narra la agonía y angustia cósmica de nuestro ser latinoamericano. La agonía de ese ser es la constante a medida que el itinerario de las conciencias de sus personajes se consumen en las llagas miserables y polvorientas de nuestra gente.

En su narrativa se advierte la presencia febril de animal que ve apretarse el cerco de la angustia y lo sabe decir con sus bellas palabras claras y distintas.

Jairo Mercado también se acuerda de los gaiteros de San Jacinto cuando nos dice:

“Ella le suplicó, le gimió, le reclamó;
él se puso tranquilo, imperturbable,
tecleó la máquina de sumar y empezó a
sacarle cuentas: $800.oo de los músicos
de Pelayo, $200.oo por el alquiler
del Teatro Granada, $100.oo del sueldo
que le pagó sin trabajar, $500.oo
del cheque que giró la noche de coronación
y $300.oo a los Gaiteros de San Jacinto” [7]

nuestro premio Nobel, también los internacionalizó en los Funerales de la Mamá Grande y en El General en su laberinto. Lo ha manifestado siempre: “Esas gaitas tienen un misterio indescifrable”

Siempre ha manifestado una admiración por esa agrupación y nos lo manifiesta así:

“esta es, incrédulos del mundo entero la verídica historia de
la Mamá Grande, soberana absoluta del reino de macondo…
Ahora que la nación sacudida en sus entrañas
Ha recobrado el equilibrio; ahora que los gaiteros de San Jacinto
Los contrabandistas de la guajira…
Ahora es la hora de recostar un taburete a la puerta de la calle
y empezar a contar desde el principio los pormenores de esta comisión nacional
antes de que tengan tiempo de llegar los historiadores”[8]
El hijo del telegrafista de Aracataca, también hace bailar a la delegación que va al entierro del general en Turbaco con los gaiteros de San Jacinto “los edecanes hicieron llamar unos Gaiteros de San Jacinto que andaban por ahí desde la noche anterior y un grupo de hombres y mujeres ancianos bailaron la cumbia en honor de los invitados. Camilla se sorprendió de la elegancia de aquella danza popular de estirpe africana y quiso aprenderla. El General tenía una reputación de buen bailador, y algunos de los comensales recordaron que en su última visita había bailado la cumbia como un maestro”[9].

Si, nuestro general, también se contaminó de la chuana, quizás mostrándonos que como es indígena, del Nuevo Mundo, de América, no es una pasión inútil. Esa gaita le brindó utopía y América a pesar de ser una desdicha, y ahogada por la formalización de la ley, amasó la esperanza de soñar una patria libre que como dicen los Kogi “Solo trabajamos para bailar”.

[1] Guillermo Abadía Morales; Instrumentos musicales FOLCLORE COLOMBIANO. Biblioteca banco Popular, Bogotá 1991 pag. 137 y 138.
[2] José Portacio Fontalvo, Colombia y su música volumen 1. Bogotá 1990 pág. 76.
[3] Jorge Artel, Tambores en la noche. PLAZA & JANES, Bogotá 1986, Pág. 41.
[4] Héctor Rojas Herazo, Señales y garabatos del habitante, Instituto Colombiano de Cultura Bogotá 1976 pág. 154

[5] Jaime E. Camargo Franco, ¡Caribe Soy! Ediciones salsa y cultura, Medellín 1994 pág. 119.
[6] José Mercado Romero, Luto de gaitas 1963, Revista del X Festival Nacional de Gaitas, Octubre 14 al 17 de 1994 pág. 20.
[7] Jairo Mercado Romero Cuentos de vida o muerte Ediciones puesto de combate, Bogotá 1984 pág. 65.
[8] Gabriel García Márquez, Los Funerales de la Mamá Grande, Editorial Xelapa México 1962 pág. 131.
[9] Gabriel García Márquez El General en su Laberinto, Editorial La Oveja Negra Bogotá 1989 pág. 62.