¡GAITA, PUES! (1996)
Por Alfonso Hamburger
Se me ha encargado hacer un artículo sobre este festival de gaitas que ya todos los colombianos queremos como propio. Y no ha sido hacerlo, pues ello implica un reto, una responsabilidad. Pero creo que sea más fácil escribir sobre Ovejas, que es como nuestra propia tierra, que hacerlo sobre aquel politiquero que en aras de figuración alguna vez nos pidió un encargo parecido, pero sobre él mismo, caramba.
… Y para escribir de gaita no es necesario un encargo, porque ello es como la propia inspiración musical, que llega sin que nos lo propongamos. Llega la musa y punto. Pero veo ahora que se ha planteado el problema (¿cuál problema?) que no se trata de de inspiración o de escribir bonito, sino de colocar los pies sobre la tierra o los puntos sobre las íes. Y si así lo hacemos es necesario que aquellos sentimentales que están armados o prevenidos por el regionalismo que alguna vez quiso hacer fronteras entre San Jacinto y Ovejas (las cuales no existen) se vayan bajando de esa nube de falsedad y tomen la cosa por donde es y no la burra por la cola, como descubrí una vez que escribía aquella crónica posterior al último Festival en un dominical de El Heraldo.
Uno tiene que ser duro muchas veces con las cosas que quiere y sé que allí fui duro, pero fue una dureza necesaria, por algunos mal interpretada. No se trata brincar en un solo pie por un mal resultado, o resaltar lo mismo por un espejismo. Lo que en San Jacinto no han podido como organizadores del evento, nosotros festejamos por Ovejas como sabaneros, montañeros o colombianos.
Yendo más al grano habría que decir que en Ovejas se han logrado amalgamar muchas cosas para el éxito. Desde los viernes de gaitas, los gaiteros se empiezan a preparar para esos días de octubre en que la lluvia y la guerra hacen una tregua para la gaita y bajan a la rueda del fandango, como en antaño. El pueblo también se prepara con su mejor muda de ropas. Las casas se convierten en hotel y a nadie se deja reventar de las ganas de orinar porque no tenga donde hacerlo. Allí están los pationes donde algún rincón sirve de alcahuete para orinar sobre la tierra apesarada por tanta violencia. Los directivos han puesto su cuota de sacrificio durante todo el año. Los invitados especiales son de lujo. Los periodistas e investigadores a veces se olvidan de sus formalismos de científicos con lupa, para descomponerse a tragos. Una entrevista en un sardinel, como la última que nos entregó Catano, es usual verla. Un trago apurado. El puño de la camisa como pañuelo. Una vuelta a la manzana y el centro allí y Ovejas como rizo alzado al cielo. Es una amalgama de gaiteros, pueblo y visitantes…
… Pero que vaina, escribiendo bonito, cuando se trata es de ser práctico. Y en uso de esa condición, hay que decir que todo eso es muy bueno, pero todo estaría muy malo si por estar atendiendo a tanto invitado de lujo se descuida a la parte autóctona del Festival, que es un patrimonio fundamental. Entramos allí en un tema espinoso, dividido entre aperturistas (léase vanguardistas) y puristas. Yo me ubico entre estos últimos, porque no puedo olvidar la injusticia de hace dos años, cuando muchachos jóvenes, briosos con la gaita y el tambor, mezclados con algunos viejos, cogieron a los auténticos gaiteros de San Jacinto y los hicieron tragar el polvo de la derrota.
Toño García, hembrero genial (quizás el que mejor ejecuta Candelaria), Gabriel Torregrosa (q.e.p.d.), mejor tamborilero un año después y Nicolás Hernández, bajaron tristes de la tarima y se arrumaron con sus instrumentos en un sardinel, a rumiar la decadencia de los embajadores de la gaita. Ellos justificaron su derrota en que no habían llegado completos. De ocho grupos eliminaron a dos y entre los eliminados estaban ellos. ¿Qué había pasado? ¿Acaso habrían retrocedido y los otros avanzado? Adolfo Pacheco, que veía aquella humillación, tras ser consultado me respondió que esa era la gaita sanjacintera tradicional, toda una escuela, distinta, sentada, acompasada y hasta triste. Los demás habían tocado con más alegría, habían echado a correr las notas. Y eso impresionó al jurado. Entre los grupos había jóvenes revueltos con viejos. Y es que un gaitero de universidad no puede cantarle lo mismo a la tierra como lo hace un viejo, pero de la universidad del campo. Y ello es necesario tenerlo en cuenta en un festival, que debe ser dividido entre los tradicionales y los jóvenes. Allí radica una diferencia. Eso de que la gaita ha sido recibida muy bien en conjuntos de otras modalidades –lo que no es invento de Carlos Vives y Gloria Estefan-, hay que saberlo aprovechar, pero implica tener mucho cuidado, porque hay gaiteros, señores, que tocan con la lengua y no con los pulmones y con los dedos. Recuerden que Juan Lara pasaba los dedos por la candela para tenerlos más veloces.
En aras de no ser fastidioso, yo que estuve en Valledupar, sé que este encuentro de Ovejas es superior, con la diferencia de que aquel vale $500 millones y éste se hace con menos de cien, por ello hay que seguir defendiéndolo para que preserve lo tradicional por encima del corre corre comercial, de eso que pasa de moda.
Se me ha encargado hacer un artículo sobre este festival de gaitas que ya todos los colombianos queremos como propio. Y no ha sido hacerlo, pues ello implica un reto, una responsabilidad. Pero creo que sea más fácil escribir sobre Ovejas, que es como nuestra propia tierra, que hacerlo sobre aquel politiquero que en aras de figuración alguna vez nos pidió un encargo parecido, pero sobre él mismo, caramba.
… Y para escribir de gaita no es necesario un encargo, porque ello es como la propia inspiración musical, que llega sin que nos lo propongamos. Llega la musa y punto. Pero veo ahora que se ha planteado el problema (¿cuál problema?) que no se trata de de inspiración o de escribir bonito, sino de colocar los pies sobre la tierra o los puntos sobre las íes. Y si así lo hacemos es necesario que aquellos sentimentales que están armados o prevenidos por el regionalismo que alguna vez quiso hacer fronteras entre San Jacinto y Ovejas (las cuales no existen) se vayan bajando de esa nube de falsedad y tomen la cosa por donde es y no la burra por la cola, como descubrí una vez que escribía aquella crónica posterior al último Festival en un dominical de El Heraldo.
Uno tiene que ser duro muchas veces con las cosas que quiere y sé que allí fui duro, pero fue una dureza necesaria, por algunos mal interpretada. No se trata brincar en un solo pie por un mal resultado, o resaltar lo mismo por un espejismo. Lo que en San Jacinto no han podido como organizadores del evento, nosotros festejamos por Ovejas como sabaneros, montañeros o colombianos.
Yendo más al grano habría que decir que en Ovejas se han logrado amalgamar muchas cosas para el éxito. Desde los viernes de gaitas, los gaiteros se empiezan a preparar para esos días de octubre en que la lluvia y la guerra hacen una tregua para la gaita y bajan a la rueda del fandango, como en antaño. El pueblo también se prepara con su mejor muda de ropas. Las casas se convierten en hotel y a nadie se deja reventar de las ganas de orinar porque no tenga donde hacerlo. Allí están los pationes donde algún rincón sirve de alcahuete para orinar sobre la tierra apesarada por tanta violencia. Los directivos han puesto su cuota de sacrificio durante todo el año. Los invitados especiales son de lujo. Los periodistas e investigadores a veces se olvidan de sus formalismos de científicos con lupa, para descomponerse a tragos. Una entrevista en un sardinel, como la última que nos entregó Catano, es usual verla. Un trago apurado. El puño de la camisa como pañuelo. Una vuelta a la manzana y el centro allí y Ovejas como rizo alzado al cielo. Es una amalgama de gaiteros, pueblo y visitantes…
… Pero que vaina, escribiendo bonito, cuando se trata es de ser práctico. Y en uso de esa condición, hay que decir que todo eso es muy bueno, pero todo estaría muy malo si por estar atendiendo a tanto invitado de lujo se descuida a la parte autóctona del Festival, que es un patrimonio fundamental. Entramos allí en un tema espinoso, dividido entre aperturistas (léase vanguardistas) y puristas. Yo me ubico entre estos últimos, porque no puedo olvidar la injusticia de hace dos años, cuando muchachos jóvenes, briosos con la gaita y el tambor, mezclados con algunos viejos, cogieron a los auténticos gaiteros de San Jacinto y los hicieron tragar el polvo de la derrota.
Toño García, hembrero genial (quizás el que mejor ejecuta Candelaria), Gabriel Torregrosa (q.e.p.d.), mejor tamborilero un año después y Nicolás Hernández, bajaron tristes de la tarima y se arrumaron con sus instrumentos en un sardinel, a rumiar la decadencia de los embajadores de la gaita. Ellos justificaron su derrota en que no habían llegado completos. De ocho grupos eliminaron a dos y entre los eliminados estaban ellos. ¿Qué había pasado? ¿Acaso habrían retrocedido y los otros avanzado? Adolfo Pacheco, que veía aquella humillación, tras ser consultado me respondió que esa era la gaita sanjacintera tradicional, toda una escuela, distinta, sentada, acompasada y hasta triste. Los demás habían tocado con más alegría, habían echado a correr las notas. Y eso impresionó al jurado. Entre los grupos había jóvenes revueltos con viejos. Y es que un gaitero de universidad no puede cantarle lo mismo a la tierra como lo hace un viejo, pero de la universidad del campo. Y ello es necesario tenerlo en cuenta en un festival, que debe ser dividido entre los tradicionales y los jóvenes. Allí radica una diferencia. Eso de que la gaita ha sido recibida muy bien en conjuntos de otras modalidades –lo que no es invento de Carlos Vives y Gloria Estefan-, hay que saberlo aprovechar, pero implica tener mucho cuidado, porque hay gaiteros, señores, que tocan con la lengua y no con los pulmones y con los dedos. Recuerden que Juan Lara pasaba los dedos por la candela para tenerlos más veloces.
En aras de no ser fastidioso, yo que estuve en Valledupar, sé que este encuentro de Ovejas es superior, con la diferencia de que aquel vale $500 millones y éste se hace con menos de cien, por ello hay que seguir defendiéndolo para que preserve lo tradicional por encima del corre corre comercial, de eso que pasa de moda.
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