Friday, August 31, 2007

GAITAS (1996)

Por Guillermo Henríquez Torres



La noche esa, con la plaza iluminada y plena de espectadores, no salió la luna, pese a que la voz amplificada la pidió radiante, como de octubre en plenilunio. Al calor ambiental usualmente intenso, se le iba un frío airecito por debajo del sudor. Los olores de carne al carbón y el tufillo anisado de licor, vencían los ánimos dispuestos por el aroma genérico de las hojas de tabaco, dobladas por manos viejas y morenas de mujeres que conservaban la flor en sus ojos cansinos.

Sobre los tejados afrancesados de calamina mil veces pintados de rojo, sobrevolaban coleópteros y aves nocturnas, que en ocasiones se posan en las cornisas y los aleros geometrizantes, redescubriendo el barroco criollo.

En el estrado estaban sonando con fuerza incontrolable, canciones alegres que dejan escapar un dejo triste. El instrumento principal, compuesto por un canuto largo perforado en varios orificios y una embocadura de cera negra, rematada en una especie de abertura donde el músico coloca el sonido soplado con lengua y laringe, se llama gaita, olvidando el legítimo nombre indígena y, aunque gaita macho y gaita hembra, su configuración es tan viril como el miembro dominante del hombre. De esta manera, en esa música donde la gaita macho regaña a la gaita hembra en un diálogo cotidiano y hogareño de cohabitación, la primera parece darle órdenes a la segunda, que replicará de inmediato. “cállate, cállate”. Y así están toda la noche, dialogando, no obstante, juntos. Pero hay una variante del instrumento y es la gaita corta rebelde, muy libre y amiga de hacer su voluntad, y por lo tanto no obedece a nadie ni tiene sexo definido –como lo aseguró magistralmente el sabio del pueblo aquél-, por ello va sola en la canción.

De momentos suenan las gaitas, hasta que aparece la voz, a medio camino entre sonido grave y el de contra-tenor castrati, voz inducida por los papas romanos, ahora saliendo estridente de la garganta lisa y rotunda del adolescente. “Si la muerte me viene a buscá, yo le digo, no joñe, carajo, que conmigo, que nadie se meta”.

Estribillo repetido varias veces, mientras los espectadores suben y bajan escalinatas –como en las colinas capitolinas- de ladrillo rojo brillante. Son nuevas aún.

El Festival había sido difundido por distintos medios, por ello turistas con cámaras y trípodes, registraban el color nativo del pueblo definitivamente bello, desparramado sobre unas montañas de escasa elevación. Gentes pobres vendían en los tenderetes esquineros, personificando así las teorías de la producción y el consumo, ámbito fácil del rebusque, propio de los pueblos.

El observador era un individuo de edad medianera, vestido con shorts color crema y camiseta blanca que lucía esta leyenda: “I like sun”, y en sus sienes sostenía el rojo pelo largo, anudado atrás con un elástico. Llevaba en el hombro izquierdo, sostenida con brío, la cámara de video. Y deambulaba por las empinadas calles del poblado, el cual registraba aún más bello en los encuadres justos y sabios del artista. Ahora él siente el seco golpe de los tambores, también macho y hembra, primero reverberamos en sus tímpanos. Alistándose, se dispuso a cambiar la ruta. Un par de hombres casi ebrios, equilibrados entre los bordes de la escala, discutían blandiendo sendos palos, que tal vez procedían del conjunto mestizo de aquella música. Se acaloran y se amenazan con los palos, pero un soldado en traje de faena les dice: “Quietos, aquí nadie se mueve”. Los separa y ellos, los contrincantes, se ríen y terminan el lance bebiendo del cristalino licor que reposaba en el piso de baldosas. Esto agudizó la vista del observador, quien recordó hombres de diversos uniformes, algunos con trapos sobre la frente y armados de pies a cabeza, merodeando los cerros y las hondonadas. Entonces giró el observador su cuerpo y enfocó en zoom manual y preparó el micrófono de la camcorder e inicio el paneo en gran angular, pero algo lo detuvo y marcó stand-by. Continuó el movimiento de la cámara en plano medio y finalmente se detuvo en el arma blandida por aquel hombre, que se movía al compás de la música afroindia –tun-tun-tam-tam-plaquiti-pla. Canturriaban palos y cueros, y detrás el chis-chis de la maraca de calabazo. Hizo el till-up y rebotó en el negro alto y nervudo, enfundado en los yines desteñidos y la camiseta sin mangas, con la mano izquierda al nivel de la gaita larga, dispuesto a disparar.

Pensó que todo iba a terminar allí en ese momento de gaitas; la música, los olores y los encajes de madero de los techos de calamina puntiagudos del poblado desigual, pero siempre bello, parado delante de una iglesita neogótica de pastillaje. Y aunque el negro quisiese disparar su arma al aire ancestral, el sonido seco de la bala no retumbó en el ámbito de la fiesta, pero la frase apareció sobreponiéndose al sonido de la gaita corta, que ahora debutaba, libre y voluntariosa, deslizándose entre las gruesas gotas de agua que salpicaron las baldosas y que empañaron el lente de la cámara.

-¿Cuánto me das?


Ovejas, 14 y 15 de octubre de 1995.

Tomado de Sin brujas ni espantos.
Caballito de Mar. Editores. Bogotá D.C., 1996.