SERENATA DE GAITAS (2004)
Por: José Luís Rolon Álvarez
La tarde bella y brillante se antojaba especial por los adornos naturales de las altas montañas que rodeaban el rancho alargado y amplio donde convivían la vieja Teresa ortega y el enjuto y magro viejo, Pablo Álvarez. El lugar bien situado en uno de esos ángulos imposibles, que se podian encontrar en los encillos del cerro de Almagra, era el hogar de la prole magnifica del par de viejos campesinos que vivian felices en medio del campo majestuoso que les prodigaba alimentos y posibilidades de vida.
Serian la cuatro de la tarde cuando el patio espacioso y colorido, donde abundaban las verduras y flores de la región, se enternecía con el canto suave de la vieja teresa, que calilla en mano alistaba los calderos y el fogón, para preparar la carne salá en guiso de ají guagualito, acompañada de arroz de carauta y yuca nueva. Sus compases musicales evocaban tiempos idos, pero con la sabrosura de tiempos presentes y futuros. Ella canturreaba sin atreverse a elevar los decibeles de su voz, una vieja canción gaitera que le recordaba al Santo Patrono, San Francisco de Asís. Devota como todas las de su raza, teresa sabía lo que era una velación con Gaitas; razones tenía sobradas, para decirlo y sentirlo.
Sin que ella lo hubiera propiciado, desde su privilegiada posición en el rancho, se escuchaban con Nitidez los sonidos venidos de la cercana vereda de Santa Fe e incluso aquellos que provenían del Corrincho y del Corral del Medio. Allí donde estaba, podía oír en las noches, el cacho que era sonado para anunciar que habría matanza de ganado vacuno o de cerdo en las parcelas vecinas de la zona baja del cerro. Por eso no le extraño cuando irrumpió en la tarde ese sonido especial que da el tambor alegre cuando es bien tocado y mucho menos se impresiono al sonar de gaitas (Hembra y Macho) que cortejaban el sonido hermoso del cuero repicado, por la maestría de manos ágiles y curtidas de sabiduría gaiteril. Ella ocupada en el fogón, escuchaba incluso los guapirreos que venían de las tierras donde habitaban los Changos (Sebastián, Chango y Alejo Mendoza); supuso que seria la fiesta en honor algún Santo o tal vez en homenaje a un amigo que les visitaba allá en sus tierras Santafereñas.
Sin estar muy ensimismada en el espectáculo musical y melódico que le llegaba por las brisas suaves que traían los Montes de Maria, Teresa se apresuro a preparar la cena porque sabia que en pocos minutos llegaría de su rosa, el Viejo Pablo, luego de la extenuante jornada de trabajo campesino para cultivar tabaco, yuca, ñame y maíz, en procura de criar los hijos y mantener la casa. Al rato, bajo la cortina musical que le llegaba, ella escucho los golpes secos de la rula del viejo que cortaba la leña para el día siguiente. Conocía que una vez dejase de oír esos golpes de machete, por el sendero alargado y bien trazado, aparecería su esposo y compañero, trayendo el cabestro el burro blanco y enorme que le acompañaba en la bella aventura de arañar de la tierra, los frutos que ella ofrece.
Cuando llego al rancho el viejo le comento de los sonidos gaiteros que el mismo escuchaba, ahora con mayor claridad. Así pasaron las horas y seguía el suceso musical.
De pronto y sin que nadie lo anunciara, cesaron los golpes de tambor, se dejo de escuchar la melodía de las gaitas y la noche quedo en silencio. Calcularon que serian las 10 u 11, lo cierto es que las voces de la oscuridad volvían a ser, los grillos, las lechuzas, las cigarras y de vez en cuando el maullido ronco de los tigrillos que merodeaban los corrales vecinos. En ese discurrir, los viejos cayeron rendidos ante la inminente negrura de la noche, cómplice del descanso.
Habría trascurrido algunos treinta o cuarenta y cinco minutos, quien sabe. Lo cierto es que de pronto, los perros empezaron a ladrar y a alborotar como señalando la presencia de alguien o de muchos, el viejo Pablo impasible pensó que se trataba de alguna zorra furtiva que quería hacer hueco al gallinero, “para que están los perros, carajo” monologo. En esas estaba, cuando como si brotaran de las entrañas de la tierra preñada de verdes manojos y legendarios carretos, se escucharon los broncos sonidos de un tambor cerrero que era golpeado con fuerza y seguridad para extraerle maravillosos rebrujes, donde la madera y el cuero sufrían con felicidad, por el perfeccionismo que demostraba el ejecutante. Acto seguido y bien sincronizadas, un par de Gaitas rasgaron la noche y se dejaron escuchar con ese embrujo melódico que solo producen los fitocos de pitajaya, para ir llenando los espacios que encontraban ante el embate fuerte y preciso del tambor alegre. Los perros que en un principio intentaron protestar, fueron callando para rendirse ante el soberbio espectáculo gaitero que presenciaban bajo el influjo nocturno en que la luna brillante iluminaba los contornos.
Los viejos se levantaron y buscaron el foco de tres baterías para atisbar de quien se trataba. La sorpresa fue enorme cuando pudieron ver como desde sendos caballos, cual centauros míticos, los ejecutantes prodigaban la noche de un concierto vernáculo y ancestral por cuenta del gaitero Modesto Álvarez Ortega, el tamborilero Francisco “Pacho” Llirene, Sebastián Mendoza en la gaita hembra y maracas y Chango Mendoza ejecutando el llamador. Esa imagen fue legendaria, su esencia desbordaba los linderos de la imaginación y su pureza musical simboliza miles de años curtidos, por la grandeza del folclor de los ancestros.
Al cesar los sonidos del aire ejecutado, Modesto se apeó de su caballo y corrió a abrazar a los viejos que ya trasponían las palmas bajas del rancho para apersonarse de la inusual visita. Alegre y con signos de alicoramiento, el hijo querido de los Álvarez Ortega fue invitando a los músicos para que bajaran de sus monturas y continuaran aferrados a la botella de ron popular que traían bien resguardada en la mochila de fique terciada en ancas de su potro.
La mirada enjuta del templado campesino preguntaba sobre los motivos de la serenata gaitera que tenían en ciernes. La madre solo atinaba a pasear por el patio como queriendo repasar los hechos de la tarde en que escuchó los truenos melódicos que ahora estaban allí, en su rancho. Chango Mendoza adivinando los gestos de los padres de su amigo, se propuso ayudarlo en las explicaciones para lo que mencionó el tema que ahora tenía alegre a Modesto, la hermosa morenota que con sus caderas de alce en celo le había trastornado y enamorado cuando la vio trasponiendo la puerta principal de la Iglesia de Ovejas, para luego arrodillarse ante el Santo Patrono Francisco de Asís.
Mientras ocurrían las explicaciones, en los ranchos cercanos se prendían mechones que daban a la sierra, la apariencia de un pedazo de cielo estrellado, pero en la tierra. Como si quisieran regalar sus canciones a quienes se habían levantado a esa hora de la noche, Modesto arrancó una gaita corría que fue bien secundada por el tambor alegre de Pacho LLirene y el guapirreo largo y bien jalado de Chango. Allí estaban alegres estos hombres a los que la alegría y el amor por las cosas sencillas de su tierra, les llevaba en brazos del aire gaitero que nació a orillas de la sierra.
La tarde bella y brillante se antojaba especial por los adornos naturales de las altas montañas que rodeaban el rancho alargado y amplio donde convivían la vieja Teresa ortega y el enjuto y magro viejo, Pablo Álvarez. El lugar bien situado en uno de esos ángulos imposibles, que se podian encontrar en los encillos del cerro de Almagra, era el hogar de la prole magnifica del par de viejos campesinos que vivian felices en medio del campo majestuoso que les prodigaba alimentos y posibilidades de vida.
Serian la cuatro de la tarde cuando el patio espacioso y colorido, donde abundaban las verduras y flores de la región, se enternecía con el canto suave de la vieja teresa, que calilla en mano alistaba los calderos y el fogón, para preparar la carne salá en guiso de ají guagualito, acompañada de arroz de carauta y yuca nueva. Sus compases musicales evocaban tiempos idos, pero con la sabrosura de tiempos presentes y futuros. Ella canturreaba sin atreverse a elevar los decibeles de su voz, una vieja canción gaitera que le recordaba al Santo Patrono, San Francisco de Asís. Devota como todas las de su raza, teresa sabía lo que era una velación con Gaitas; razones tenía sobradas, para decirlo y sentirlo.
Sin que ella lo hubiera propiciado, desde su privilegiada posición en el rancho, se escuchaban con Nitidez los sonidos venidos de la cercana vereda de Santa Fe e incluso aquellos que provenían del Corrincho y del Corral del Medio. Allí donde estaba, podía oír en las noches, el cacho que era sonado para anunciar que habría matanza de ganado vacuno o de cerdo en las parcelas vecinas de la zona baja del cerro. Por eso no le extraño cuando irrumpió en la tarde ese sonido especial que da el tambor alegre cuando es bien tocado y mucho menos se impresiono al sonar de gaitas (Hembra y Macho) que cortejaban el sonido hermoso del cuero repicado, por la maestría de manos ágiles y curtidas de sabiduría gaiteril. Ella ocupada en el fogón, escuchaba incluso los guapirreos que venían de las tierras donde habitaban los Changos (Sebastián, Chango y Alejo Mendoza); supuso que seria la fiesta en honor algún Santo o tal vez en homenaje a un amigo que les visitaba allá en sus tierras Santafereñas.
Sin estar muy ensimismada en el espectáculo musical y melódico que le llegaba por las brisas suaves que traían los Montes de Maria, Teresa se apresuro a preparar la cena porque sabia que en pocos minutos llegaría de su rosa, el Viejo Pablo, luego de la extenuante jornada de trabajo campesino para cultivar tabaco, yuca, ñame y maíz, en procura de criar los hijos y mantener la casa. Al rato, bajo la cortina musical que le llegaba, ella escucho los golpes secos de la rula del viejo que cortaba la leña para el día siguiente. Conocía que una vez dejase de oír esos golpes de machete, por el sendero alargado y bien trazado, aparecería su esposo y compañero, trayendo el cabestro el burro blanco y enorme que le acompañaba en la bella aventura de arañar de la tierra, los frutos que ella ofrece.
Cuando llego al rancho el viejo le comento de los sonidos gaiteros que el mismo escuchaba, ahora con mayor claridad. Así pasaron las horas y seguía el suceso musical.
De pronto y sin que nadie lo anunciara, cesaron los golpes de tambor, se dejo de escuchar la melodía de las gaitas y la noche quedo en silencio. Calcularon que serian las 10 u 11, lo cierto es que las voces de la oscuridad volvían a ser, los grillos, las lechuzas, las cigarras y de vez en cuando el maullido ronco de los tigrillos que merodeaban los corrales vecinos. En ese discurrir, los viejos cayeron rendidos ante la inminente negrura de la noche, cómplice del descanso.
Habría trascurrido algunos treinta o cuarenta y cinco minutos, quien sabe. Lo cierto es que de pronto, los perros empezaron a ladrar y a alborotar como señalando la presencia de alguien o de muchos, el viejo Pablo impasible pensó que se trataba de alguna zorra furtiva que quería hacer hueco al gallinero, “para que están los perros, carajo” monologo. En esas estaba, cuando como si brotaran de las entrañas de la tierra preñada de verdes manojos y legendarios carretos, se escucharon los broncos sonidos de un tambor cerrero que era golpeado con fuerza y seguridad para extraerle maravillosos rebrujes, donde la madera y el cuero sufrían con felicidad, por el perfeccionismo que demostraba el ejecutante. Acto seguido y bien sincronizadas, un par de Gaitas rasgaron la noche y se dejaron escuchar con ese embrujo melódico que solo producen los fitocos de pitajaya, para ir llenando los espacios que encontraban ante el embate fuerte y preciso del tambor alegre. Los perros que en un principio intentaron protestar, fueron callando para rendirse ante el soberbio espectáculo gaitero que presenciaban bajo el influjo nocturno en que la luna brillante iluminaba los contornos.
Los viejos se levantaron y buscaron el foco de tres baterías para atisbar de quien se trataba. La sorpresa fue enorme cuando pudieron ver como desde sendos caballos, cual centauros míticos, los ejecutantes prodigaban la noche de un concierto vernáculo y ancestral por cuenta del gaitero Modesto Álvarez Ortega, el tamborilero Francisco “Pacho” Llirene, Sebastián Mendoza en la gaita hembra y maracas y Chango Mendoza ejecutando el llamador. Esa imagen fue legendaria, su esencia desbordaba los linderos de la imaginación y su pureza musical simboliza miles de años curtidos, por la grandeza del folclor de los ancestros.
Al cesar los sonidos del aire ejecutado, Modesto se apeó de su caballo y corrió a abrazar a los viejos que ya trasponían las palmas bajas del rancho para apersonarse de la inusual visita. Alegre y con signos de alicoramiento, el hijo querido de los Álvarez Ortega fue invitando a los músicos para que bajaran de sus monturas y continuaran aferrados a la botella de ron popular que traían bien resguardada en la mochila de fique terciada en ancas de su potro.
La mirada enjuta del templado campesino preguntaba sobre los motivos de la serenata gaitera que tenían en ciernes. La madre solo atinaba a pasear por el patio como queriendo repasar los hechos de la tarde en que escuchó los truenos melódicos que ahora estaban allí, en su rancho. Chango Mendoza adivinando los gestos de los padres de su amigo, se propuso ayudarlo en las explicaciones para lo que mencionó el tema que ahora tenía alegre a Modesto, la hermosa morenota que con sus caderas de alce en celo le había trastornado y enamorado cuando la vio trasponiendo la puerta principal de la Iglesia de Ovejas, para luego arrodillarse ante el Santo Patrono Francisco de Asís.
Mientras ocurrían las explicaciones, en los ranchos cercanos se prendían mechones que daban a la sierra, la apariencia de un pedazo de cielo estrellado, pero en la tierra. Como si quisieran regalar sus canciones a quienes se habían levantado a esa hora de la noche, Modesto arrancó una gaita corría que fue bien secundada por el tambor alegre de Pacho LLirene y el guapirreo largo y bien jalado de Chango. Allí estaban alegres estos hombres a los que la alegría y el amor por las cosas sencillas de su tierra, les llevaba en brazos del aire gaitero que nació a orillas de la sierra.
Así siguió la noche. Dicurrió entre risas y música hasta que los primeros albores les cargaron en el sopor del sueño y quedaron vencidos por las hamacas que los viejos guindaron para atenderlos como huéspedes de honor, luego del concierto ancestral en que la Gaita seguía viva y llena de brillantez melódica… de pronto un agitar de hamaca y miro al techo de la casa del maestro Jairo Barrios y de la difunta Yolanda Jaraba… pego un brinco desde la colgareja y entonces me doy cuenta que todo fue un sueño… un hermoso sueño donde puede observar una serenata de gaitas.
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