Thursday, July 26, 2007

JUAN JOSÉ LARA EL PENSADOR Y EL GUERRERO DE LA GAITA (1999)

Numas Armando Gil
Director Instituto de Filosofía
Universidad del Atlántico


Antonio “Toño” Fernández, en una conversación rutinaria que tuvimos en Bogotá, en el año 1978, me decía que él “tocaba y componía canciones bonitas, era para alegrar a la materia humana cuando estaba triste”. Y esto lo han venido haciendo todos estos gaiteros desde su juventud. Por ejemplo: Juan y José Lara, después de su faena de trabajo en el cultivo de la tierra, en su pequeña finca ubicada en las faldas del cerro de Maco, en los Montes de María La Alta, se ponía a tocar con pitongos de papayos y tártaras viejas, todas sus canciones que más tarde se convirtieron en éxito. Del pitongo pasaron a la gaita y a la tambora. Es por eso, que la metamorfosis de los materiales que componen un instrumento capaz de producir sonidos muy hermosos, no deja de ser maravillosa. Quiero decir, maravillosa es la mera intención de producir (poiein) semejante instrumento; idea que le vino a la cabeza a un hombre que era a la vez artista (Poietés) y operario (Poietés). Porque esta acción presupone en el autor una conciencia, un sentimiento seguro de que el mundo físico es hospitalario para la creación humana de sonoridades sublimes, y no sólo de voces y ruidos.

Tocar la gaita, el violín implica un adiestramiento (metamorfosis) de los dedos, que también son materia y no estaban destinados primitivamente a esos peculiares movimientos que ejecutan sobre los orificios, o sobre las cuerdas y con el arco. Y el lenguaje primitivo, que ya era verbo definitivamente, requería también un riguroso adiestramiento en el modo común de decir. La lengua de la primera poesía es ya una lengua educada. Y ese adiestramiento era el que hacía Juan Lara desde su juventud, aunque rústicamente y el de meter las manos en piedras calientes para darles más agilidad a los dedos, según el dictamen del bulgo. O antes de una presentación se metían a un baño y hacían quemar una montañita de periódicos, para pasar sus tiernas manos callosas por la candela, y así buscar agilidad y matar la artritis por minutos, para alegrar al mundo.

Esos ejercicios continuos, le fueron paralizando primero las manos y luego el resto de las coyunturas del cuerpo. El dolor era tan intenso, tan insoportable hasta tal punto que no aceptaba visitas de nadie distintos a la de su hermano José en los últimos tres años de su vida.

Juan Lara era el más viejo de la tribu que llevó Zapata Olivella a Europa y Asia. Como su etnia Arawath, era un ser callado, observador, un indio faroto malicioso, un pensador.

Antes de encerrarse a rumiar su miseria, su desgracia y abandono, se fue al patio de su infancia, y como estaba tan enfermo, se dirigió a los árboles del patio, al ciruelo, al guayabo, al mamón, al de grosellas y anones y abrazándolos uno por uno, se despidió de ellos llorando y agradeciéndoles los frutos que la habían dado. Juan Lara era un analfabeto total. Pero un pensador popular, que se despedía de la vida que esos árboles eran, y que no compartiría más, y lloraba abrazados a ellos porque intuía que no volvería a verlos.

Juan Lara era un hombre con un sentimiento religioso muy grande; es ese sentimiento de la religiosidad que tiene el indio frente a la vida, frente a la naturaleza.

En el tren que iba de Bladivostock a China, a Pekín más exactamente, el recorrido duraba seis días con sus noches. Metidos en estos vagones, mirando pasar y pasar y pasar, veíamos arenas y arenas, de vez en cuando un oasis con sus palmeras y una estación perdida en ese desierto de Govi. Cuando llegaron al sexto día, en víspera de la llegada a Pekín, los muchachos de la tribu de Zapata Olivella se pusieron muy contentos, festejaron la llegada, bailando, tocando acordeón, marimba, flautas. Entonces Zapata encontró con que Juan estaba solo, disgregado del grupo, mirando tristemente por la ventana del tren a ese desierto, interminable; se le acercó y le dijo: Juancho vente, estamos celebrando, ya vamos a llegar a Pekín, para que tú también toques tu gaita. Entonces, le respondió casi llorando: No docto, yo no puedo tocar.

¿Y porqué no puedes tocar? Porque si Usted supiera lo que yo estoy pensando.

¿Y que es lo que estás pensando?

Mire docto, nosotros andamos por acá lejos de los nuestros, estamos pasando estas tierras, sin gentes, sin caminos, sin nada; estoy pensando docto, que qué va a ser de mí el día que yo me muera y venga a recoger mis pasos por estas tierras; yo solo, docto, me voy a perder.

En la última casa del pueblo y más exactamente, por la salida de la finca “Laberinto”, el 24 de febrero de 1986 murió el mejor gaita hembra, según los sabios en esta materia; Juan Lara. Sobrevivía en un rancho de palma, solo y triste como los grandes. En esta casa, en su rancho con techo de palma a punto de caerse, tenía un cuarto al costado. Allí en un catre raído y a merced de los animales ponzoñosos que traía el monte, sobrevivió el maestro Juan Lara sus últimos días. Un mes antes de su muerte; su hermano José Lara, encargado de atenderlo, de bañarlo y asearlo, lo encontró con una cabuya amarrada al cuello, mirándolo fijamente, con esa mirada donde los poetas no han podido descifrar el misterio de la muerte. No se ahorcó porque las fuerzas no le alcanzaron para amarrar bien la soga.

- Que haces- le dijo José. ¡Tú estás loco!

-Quiero matar esta “maldita artritis” que me ha impedido tocar mi gaita- le replicó con llanto en su cara.

-Cálmate Juancho, que El pensador lo ejecutan muy bien la pelaera aquí en el pueblo.

José Lara, el guerrero de la gaita, José Lara pertenecía a la misma etnia, tenía la misma tradición, pero era más vivo, era más malicioso, era dueño de la malicia indígena farota. José Lara quedó solo y por instante la nostalgia casi acaban con él. Pero el guerrero de la luz alumbró el camino nuevamente y “mi pueblo envidioso de notas triste volvió a la gaita, y los corpiños de rosa, salaron todos sobre su falda”.

El viejo gaitero, el solitario del camino en un arranque de soberbia sacó las gaitas del techo de su casa, desempolvó los tambores de los rincones olvidados y en compañía de sus hijos, tomó el bus de Brasilia y arrancó con su nueva aventura, el Ulisis de la gaita en busca de Itaca. Y fue entonces, cuando los organizadores del V Festival de Música del Caribe, lo llamaron con méritos sobrados: el “maestro de maestros”. Esa noche el gran José, ejecutó uno por uno, todos los instrumentos del conjunto demostrando que “la cumbia no es negra, es morena, como son todas las de mi tierra”. José Lara demostró que la gaita es el signo de lo que queda de nuestros ancestros, el dulce regocijo del nombrarte, de sentirte como la única piel por la cual el tiempo pasa añoso y material. El gesto, el vaho de los recuerdos, los anaqueles de la brisa, el registro del fuego cuando era necesario el sacrificio y la mano lamía del tambor el cuero en señal de entrega a los dioses tutelares. José Lara demostró que de gaita está llena la vida.

Recuerdo que a sus 8 años, lo veía caminando por las calles de San Jacinto buscando plumas de pato macho para las gaitas, que las aprendió a tocar junto con su hermano Juan, que su tío Federico dominaba con propiedad y de su tía Franca Díaz, bailadora en las ruedas de gaita. De aquí recogieron los hermanos Lara, la vocación en el arte con el que se defendieron toda la vida.

José, sabía tocar todos los instrumentos. Zapata Olivella al iniciar la gira por Europa le recomendó a José Lara que tocara su tambor alegre. Era la ironía de la gaita, un instrumento negroide encontró en un descendiente Arawath su complemento perfecto. “Ese indio de manos chiquitas, sí sabe que es tener un tambor en sus manos”, le dijeron en la plaza de Bolívar, una tarde gris día de Bogotá, en el año 75.

José Lara montó un taller, una especie de media agua anexa a un dormitorio y a una pequeña antesala de la casa principal. Le enseñó a sus retoños el arte de fabricar los instrumentos del conjunto de gaita. En el piso, regados a todo lo largo y ancho del taller se observan troncos en potencia, para convertirse en acto. Ceibas y campanos esperando la mano del artista, dispuestos a convertirlos en tambores (llamador, alegres y tambores) en el techo de palma se ven clavadas media docena de gaitas ya terminadas, esperando compradores. Y en medio del desorden una cantidad de abejas montunas produciendo la cera. También plumas de pato macho y pieles de venado resecándose al sol. El tallador de melodías le da los últimos retoques al futuro de la gaita que acaba de terminar.

José de la Encarnación Díaz Lara, era sordo como Beethoven. Sufrió mucho cuando se perdió en el Bullevar de Saint German de Pres en París. La gente le hablaba, pero él no entendía, ni escuchaba. Lo único que alcanzaba hacer, era tocar con una dulzaina ya verá, ya verá. Interrumpía su ejecución y decía en voz alta, que era de San Jacinto. Alguna vez José Ramón Mercado, poeta y rector del INEM de Cartagena, le consiguió un trabajo para que realizara un taller de percusión a los muchachos. Al salir de su casa y casi llegando a la carretera que de San Jacinto, conduce a Cartagena, en la bomba mas exactamente, vio que un pollino le daba una retreta a una pollina, pero el clarinete del pollino no le entraba a la hembra, se le deslizaba de un lado, también fallaba por le otro, y José embebido en la Égloga Tropical. Al mismo instante una señora se le acercó preguntándole: José, ¿el bus que va pa’ Cartagena ya pasó? Y él le contestó: De que la clava, la clava, José Lara murió de viejo acompañado de su familia y amigos.

Juancho y José: ¿Por qué no nos tocan un son?

Numas Armando Gil Olivera, intervención en el foro realizado en Ovejas Sucre en el XV Festival Nacional de Gaitas, Octubre 18 de 1999.