TOÑO FERNÁNDEZ EL CHUANERO MAYOR (1996)
Por Numas Armando Gil
En las memorias de don Antonio de la Torre y Miranda se encuentran descripciones de los sitios y costumbres de las gentes que habitaron los Montes de María, como también las tierras del Sinú. Allá menciona la fundación de poblaciones de la Sabana de Bolívar; por ejemplo, de San jacinto dice que: “Lo fundó con 82 familias, compuestas por 447 almas: de San Francisco de Asís, con 78 familias, compuestas por 448 almas…”
Traigo este argumento histórico, porque el día que se fundó a San Jacinto, su primera autoridad politico-admisnitrativa, don Pedro Lora, cabo de justicia mayor de los Montes de María, autorizó una fiesta para las 447 almas. Pero como los españoles no tenían instrumentos para alegrar la fiesta, hizo la paz con el dirigente negro de San Basilio de Palenque, Caciani, y los hizo venir a San Jacinto con sus tambores. “Los nativos estaban desnudos, de rostro lánguido, silenciosos y pacíficos”. Eran hombres de color de tierra, que cuando ejecutaban sus pitos no miraban ni sentían. Simplemente tocaban. Parecía que estuvieran embrujados. Cuanta la crónica que la fiesta duró 7 días. Era una música de otros mundos, de otros seres, tristes y melancólicos.
O sea que al trinomio lo empató la música, lo unió la chuana. Ella, al principio, fue naturaleza, es decir, vegetal, o mejor mineral, o más bien animal.
De esta tradición, de esta historia, de estos montes se deriva el gran poeta, el trovador, el trotamundos, el que regó la chuana por toda la tierra, el gaitero mayor Antonio Miguel Hernández Cruzate –Toño Fernández.
Venía de gente rústica, de creadores, que aunque anónimos, nunca fueron impersonales. Fueron y son personalidades. De ahí que la resistencia contra la cual tropieza el talento artístico espontáneo y personal del mestizo, es más fuerte que la tradición, las normas escolares y el conservadurismo. “Una sociedad, dice Weber, se muestra también en su arte más conservadora, tradicional y convencional que un grupo cultural más elevado. Por eso el arte de nuestro pueblo es un fenómeno histórico que se deja descomponer dialécticamente, en una facultad o espíritu personal y en una resistencia anónima, un principio consagrado tradicional e inflexible”.
De ahí, de ese mismo corazón de lo popular viene Toño Fernández, ese hombre color de tierra, silencioso y duro, igual a los árboles, con sus músculos de madera bajo el umbrío de su sombrero de cabuya. Siempre estuvo sediento de canto y lo realizó en la cumbiamba.
Cantaba como “un Dios sonámbulo de la alegría” y hacía aparecer una “precipitación de pájaros en la noche”. “Era un fabricante de sones lánguidos de otro siglo”.
Alguna vez le dije que cuando llegó de “la Europa” –como acostumbraba a decir-, vino sin cinco y muy orondo. Se quedó mirándome fijamente y aceptó la realidad que lo aplastaba:
-Sí, yo llegué limpio, pero con fama; y yo sé que uno no vive de eso, agregó.
Hombre verdaderamente auténtico, analfabeto, repentista, cantador, poeta, alegre y con una personalidad definida.
El hombre que enalteció la chuana rustica y torneó el mágico verso popular y los dejó para siempre en el alma de su pueblo.
Toño Fernández demostró con sus Chuanas y cantos que la angustia del hombre no es cosa de intelectuales sofisticados y europizantes, sino que la encontramos hasta en ese humilde campesino que vive en el último rincón del pueblo: Ellos hacen metafísica sin saberlo. Para Toño Fernández la metafísica se encuentra en medio de cualquier calle, en los sentimientos y angustias del hombre de carne y hueso. Por eso lo poetizó, lo universalizó en sus canciones.
Yo me quedo mirando la cara y los ojos de la gente –me decía-, y de ahí le pongo luz a la cosa y en un dos por tres ya está el verso armado reflejando el ojo y más allá de él. Son motivos que recolecto y luego traslado a mis canciones, para “alegrar la materia cuando está triste”.
Eso era Toño Fernández, el totalizador de nuestras angustias, alegrías, amores y sentimientos del ser de los Montes de María.
Santefe de Bogotá, agosto 27 de 1996.
En las memorias de don Antonio de la Torre y Miranda se encuentran descripciones de los sitios y costumbres de las gentes que habitaron los Montes de María, como también las tierras del Sinú. Allá menciona la fundación de poblaciones de la Sabana de Bolívar; por ejemplo, de San jacinto dice que: “Lo fundó con 82 familias, compuestas por 447 almas: de San Francisco de Asís, con 78 familias, compuestas por 448 almas…”
Traigo este argumento histórico, porque el día que se fundó a San Jacinto, su primera autoridad politico-admisnitrativa, don Pedro Lora, cabo de justicia mayor de los Montes de María, autorizó una fiesta para las 447 almas. Pero como los españoles no tenían instrumentos para alegrar la fiesta, hizo la paz con el dirigente negro de San Basilio de Palenque, Caciani, y los hizo venir a San Jacinto con sus tambores. “Los nativos estaban desnudos, de rostro lánguido, silenciosos y pacíficos”. Eran hombres de color de tierra, que cuando ejecutaban sus pitos no miraban ni sentían. Simplemente tocaban. Parecía que estuvieran embrujados. Cuanta la crónica que la fiesta duró 7 días. Era una música de otros mundos, de otros seres, tristes y melancólicos.
O sea que al trinomio lo empató la música, lo unió la chuana. Ella, al principio, fue naturaleza, es decir, vegetal, o mejor mineral, o más bien animal.
De esta tradición, de esta historia, de estos montes se deriva el gran poeta, el trovador, el trotamundos, el que regó la chuana por toda la tierra, el gaitero mayor Antonio Miguel Hernández Cruzate –Toño Fernández.
Venía de gente rústica, de creadores, que aunque anónimos, nunca fueron impersonales. Fueron y son personalidades. De ahí que la resistencia contra la cual tropieza el talento artístico espontáneo y personal del mestizo, es más fuerte que la tradición, las normas escolares y el conservadurismo. “Una sociedad, dice Weber, se muestra también en su arte más conservadora, tradicional y convencional que un grupo cultural más elevado. Por eso el arte de nuestro pueblo es un fenómeno histórico que se deja descomponer dialécticamente, en una facultad o espíritu personal y en una resistencia anónima, un principio consagrado tradicional e inflexible”.
De ahí, de ese mismo corazón de lo popular viene Toño Fernández, ese hombre color de tierra, silencioso y duro, igual a los árboles, con sus músculos de madera bajo el umbrío de su sombrero de cabuya. Siempre estuvo sediento de canto y lo realizó en la cumbiamba.
Cantaba como “un Dios sonámbulo de la alegría” y hacía aparecer una “precipitación de pájaros en la noche”. “Era un fabricante de sones lánguidos de otro siglo”.
Alguna vez le dije que cuando llegó de “la Europa” –como acostumbraba a decir-, vino sin cinco y muy orondo. Se quedó mirándome fijamente y aceptó la realidad que lo aplastaba:
-Sí, yo llegué limpio, pero con fama; y yo sé que uno no vive de eso, agregó.
Hombre verdaderamente auténtico, analfabeto, repentista, cantador, poeta, alegre y con una personalidad definida.
El hombre que enalteció la chuana rustica y torneó el mágico verso popular y los dejó para siempre en el alma de su pueblo.
Toño Fernández demostró con sus Chuanas y cantos que la angustia del hombre no es cosa de intelectuales sofisticados y europizantes, sino que la encontramos hasta en ese humilde campesino que vive en el último rincón del pueblo: Ellos hacen metafísica sin saberlo. Para Toño Fernández la metafísica se encuentra en medio de cualquier calle, en los sentimientos y angustias del hombre de carne y hueso. Por eso lo poetizó, lo universalizó en sus canciones.
Yo me quedo mirando la cara y los ojos de la gente –me decía-, y de ahí le pongo luz a la cosa y en un dos por tres ya está el verso armado reflejando el ojo y más allá de él. Son motivos que recolecto y luego traslado a mis canciones, para “alegrar la materia cuando está triste”.
Eso era Toño Fernández, el totalizador de nuestras angustias, alegrías, amores y sentimientos del ser de los Montes de María.
Santefe de Bogotá, agosto 27 de 1996.
<< Home