Friday, August 31, 2007

EL VIEJO TOÑO CABRERA: O LA DULCE INSPIRACIÓN DE SER GAITERO (1996)

Por Rafael Navarro G.



LA VISIÓN

Por los ojos de Ayda pasó momentáneamente un halo de vivacidad y en su rostro de honda melancolía se asomó una sonrisa, cuando apareció desde las sombras de un decrépito laurel en la esquina del callejón, la figura menuda e indefensa de su suegro.

A sus 87 años, “El Viejo Toño” es capaz de reconocer desde cualquier distancia todo cuanto se le atraviesa en el camino; por ello, antes de llegar a la terraza donde se le esperaba, ya traía dibujada a flor de labios una sonrisa de complaciente bienvenida.

Su sola presencia cargada de una inmensa paz interior de patriarca solitario, hace que quienes estén a su lado se sientan bajo la protección del abuelo bonachón que tiene tantas cosas para contar, que ya no se mantiene en su casa, sino que sale a todas las esquinas del pueblo a mostrar que aún anda vivo entre la gente, con la imponencia y la energía que envidiaría cualquier joven de 25.



SUS INICIOS

El Niño Dios de Bombacho, es un pedazo de piedra, que según cuentan, fue encontrada por una lavandera en el brocal de un “pozo de agua llorá”, que más tarde fue tomando la figura de un niño, era venerada en todos los rincones de la sabana de Sucre y Bolívar, ofreciéndosele por manda, largas e interminables noches de gaitas y ron ñeque. En ese escenario fueron muchos los amores consumados, las borracheras de adolescentes primerizos y también el inicio de Antonio Cabrera en el oficio de gaitero.

Tendría 15 años cuando en una de esas parrandas solemnes ofrecidas a la imagen en la finca Mula, tocó por primera vez en público; era tan joven como el siglo y desde entonces recorrió toda la geografía costeña sonando el pito en cuanta fiesta hubiera en los alrededores del río o de la ciénaga, en la montaña o en las sabanas, en los montes o en los pueblos.

Abelino Yepes, su compañero, le había enseñado también los artilugios del aparato y por esa misma curiosidad que ha hecho grandes a todos los gaiteros, el viejo Toño los aprendió en un abrir y cerrar de ojos, como lo reconoce él mismo. Para entonces no pretendía sino gozarse los parrandones y matizar así los ajetreos diarios de las labores del campo.


GOLPE E’ …

Conversar con él y no tocar el tema de sus composiciones es perderse una cascada de historias que hacen parte de las vivencias, no sólo suyas sino de toda su generación y los de su oficio con rasgos vagabundos. Travesía Palenque, Bajando el Magdalena, cuando me fui de Ovejas, son las que más recuerda, y por recato, o porque entre los dos estaba una compañera periodista, se abstuvo de mencionar una, que mi insistencia le hizo recordar con lujo de detalles.

- Don Antonio, y su otra canción, Golpe de …
- ¡Ah sí!... sí…, -interrumpía, como impidiendo que terminara la frase.
- Sí, esa canción, ¿Cuál es su nombre completo y por qué?
- Bueno, es un nombre curioso que llama la atención de todos…
- La amiga que nos acompañaba ante el regateo que teníamos los dos, quiso descifrar el misterio y se aventuró a preguntar, con la seguridad de que no se negaría a responderle.
- ¿Cuál es el nombre de la canción, señor Toño? -Inquirió-
- El viejo se compuso por tercera vez el sombrero quinceano que llevaba puesto, se jaló la manga de la camisa, declinó un poco la mirada y con una sonrisa, entre pícara y esquiva respondió sin más preámbulos:
- ¡Golpe e’ chácara, se llama!
- Por un momento la amiga cambió su rostro a un tono rojizo y todavía sin saber donde poner la cara, escuchó la explicación precisa.
- Esa canción la hice poniéndole atención al ruido que hacían las chácaras que una vez le eran cortadas al toro, se ponían a secar, se les colgaba una jícara y se cogían para echar cosas… hacían algo así como clac, clac, clac… ¡No es lo que los malpensados imaginan! –enfatizó sonriente-



LAS CORRERÍAS

La inmortal Mica Prieta, Macorina, Chispa Candela y El Magangueleño, eran las canciones por los años 20, 30, 40 o 50, mandaban la parada en los fandangos con música de gaita. Eran, por llamarlas de alguna manera, las piezas obligadas para los iniciados en el oficio, y Antonio Cabrera las había aprendido a dominar con inigualable maestría.

En su trashumancia por los caminos de la Costa conoció a los que más tarde fueron sus compañeros de conjunto: Francisco Olivera, Belsabel Muñoz, Víctor Julio y Sofanor, cuyo apellido se le ha extraviado ya en los vericuetos de la memoria.

Eran entonces los años 55 y 60, y ya casado y con los suficientes hijos -22-, para formar 5 conjuntos de gaita con todas las de la ley, realizó su más grande correría por cuanto recoveco tiene la Costa Atlántica, con la única pretensión de que los pueblos cantaran y bailaran hasta que las gargantas rompieran todos los silencios, y las caderas tullidas de moverse se rindieran con las primeras luces de la aurora…

LOS CUIDADOS DE AYDA

Ayda va y trae los tintos. Atenderlo y estar pendiente de él parece estar de más, porque a su edad se vale por sí solo en todos los aspectos, pero para ella y para sus hijos y nietos, es como si no fuera así. A todo momento le buscan, le interrogan por si algo le molesta, y se preocupan infinitamente por sus nostalgias seniles.

- Le pregunté, “¿Hoy, que le duele?”, -me dice su nieta Tania, la que no sólo ha heredado su habilidad para tocar la gaita, sino para cantar-, y él respondió: “En el cuerpo nada, pero tal vez mi corazón tenga muchas razones para estar dolido”.

- Son 30 años de estar solo-, manifiesta, para significar el lapso transcurrido desde el fallecimiento de María Asunción, su compañera de toda la vida; y a sus ojos, donde ya la quimera y el desasosiego han decidido pernoctar para siempre, se asoma la huella de un hondo pesar que ha sido sobrellevado con un ejemplar estoicismo.

Este año, en justo reconocimiento a esa vida que aún anda dejando alegrías entre los hombres, el Festival Nacional de Gaitas de Ovejas –su tierra natal- le ofrece el mejor homenaje, al bautizar la XII edición con su nombre.

- es lo mejor que me han podido hacer, yo me siento contento –dice-, sin el menor asomo de presunción; luego, mira sigiloso hacia el interior de la casa, y, como por comunicación telepática inmediata, Ayda penetra en la estancia para recoger los pocillos vacíos.