Friday, August 31, 2007

ORACION PARA QUE UN PORRO NO SE MUERA (1995)

Por: Jairo Mercado Romero


Para: Alberto Gómez Martínez



Un poeta inglés –si no estoy mal Samuel Taylor Coleridge- sostenía que todos los hombres aún sin saberlo eran platónicos o aristotélicos, clásicos o románticos, realistas o idealistas y agrego yo, conservadores o liberales. Tal clasificación según se mire puede aparecer simplista, fácil y maniquea. Simplista, fácil y maniquea es no obstante útil a la hora de contestar el interrogante que por estos día intranquiliza a los especialistas costeños en música folclórica. ¿En que medida son válidos los cambios introducidos por Moisés Angulo en la interpretación del porro?

Alrededor de la respuesta se han alineado dos bandos irreconciliables: conservadores, tradicionalistas y defensores de la forma clásica del porro, los unos; liberales, modernizadores y abiertos a los cambios, los otros. En la línea del respeto a la pureza y a la intacta conservación de este género musical se han situado, entre otros, Guillermo Valencia Salgado (El Goyo), José Manuel Vergara (El Chema) y José Luís Garcés González. En la orilla adversaria han alineado William Fortich Díaz, Roger Serpa y el profesor Morón Díaz. Ninguno de los grupos en contienda, que yo sepa, aparte de las declaraciones emocionales, ha aportado algún documento como base de análisis para orientar la polémica. Esa es la intención del presente ensayo.

Para empezar y por darle un calificativo, se me antoja antropologista la posición de Valencia y sus correligionarios. Según la antropología la música igual que los instrumentos, la danza y la ceremonia de su interpretación, tiene un origen sacro-mágico. Tocarla con instrumentos diferentes de los litúrgicos, cantarla fuera del espacio santo o templo, y del tiempo sagrado de la fiesta y alterar el texto ritual equivales al sacrilegio.

En cambio hallo cercana a los postulados de la Sociología la posición de William Fortich y sus aliados. Para los sociólogos la música es un quehacer humano inscrito dentro de los procesos históricos y sociales. La música, entonces, como el hombre y como todo producto humano está sujeta a los avatares y contingencias del nacimiento, la evolución, la reproducción, la decadencia y la muerte.

La práctica sociologística tiende, pues, a desmitificar toda experiencia humana. La música, igual que la poesía y la pintura, responde a una necesidad superior de expresión espiritual, es verdad, pero como mercancía que es, no puede escapar a las leyes de la demanda del consumo ni a la competencia mercantil.

Y una verdad que unos y otros deben compartir es que el porro hace por lo menos dos décadas se debate en una agonía mortal. Ha perdido audiencia fuera del país y dentro del país apenas se le oye en la Costa Caribe. Pero ni siquiera en toda la costa, pues su escenario de acción se restringe a las Sabanas de Bolívar y Córdoba.

Con la disminución del consumo escasean también los compositores de la estirpe de Alejandro Ramírez, Pablo Garcés, Lucho Bermúdez, Pacho Galán, Francisco Zumaqué, Pedro Laza, Los Hermanos Lambraño y los Planeta Pitalúa. Y como si fuera poco, a la reducción del mercado de consumidores y a la mengua de la producción musical, se suma cada vez más precario número de bandas porreras y de buenos intérpretes.

Sin duda otros aires familiares, musicalmente menos felices, y ritmos estridentes de afuera han tomado o usurpado el espacio del porro. En Colombia hace ya bastante tiempo el bambuco, el pasillo y la danza, por ejemplo, sucumbieron. En tanto que el paseo vallenato, renunciando en parte a sus instrumentos autóctonos y a su teatralización solemne invadió el país entero, y reforzándose con los más sofisticados medios eléctricos con Carlos Vives y en pantaloneta y saltando como un caballo desbocado sobre una tarima, después de haberse tomado el resto de América Latina hoy ha emprendido la toma de Europa. A mi modo de ver con estrategias y recursos audaces, comprometiendo no se sabe hasta donde la identidad de los aires nativos, ha ganado inmensos públicos y vastos escenarios.

Pero el reciente éxito comercial y de público de estos aires no puede evitar ni excusar el planteamiento de ciertos interrogantes:

¿Hasta donde el vallenato ha renunciado a su autenticidad, se ha desviado de su evolución natural, ha debilitado su mensaje y se ha incorporado el “caos sonoro” de otros ritmos foráneos para posicionarse más ventajosamente en el rating de ventas? ¿Acaso, como lo sostiene su asesor de imagen, lo que vende es más el carisma de Vives que el Vallenato y otros ritmos que interpreta? ¿Tendrá que pasar el porro, con Moisés Angulo, por abdicar de sí mismo, perder en identidad para ganar en consumidores? ¿Comercialización es sinónimo de corrupción? ¿Los instrumentos originales del porro han sido siempre los clarinetes, las trompetas, los trombones, los bombardinos, el redoblante, el bombo y los platillos? ¿Envilece y trastorna la estructura del porro la agregación de instrumentos eléctricos? ¿Llegarán a los bolsillos del creador del porro y de sus ejecutantes los efectos de la bonanza de consumo?

Para un debate de alcances y revelaciones, la crítica musical debe ofrecer respuestas a estas y otras cuestiones. Por lo tanto, adelanto las observaciones provisionales que siguen:

La visión antropologística tiende a ser purista y a observar el fenómeno musical con espíritu religioso. Para sus seguidores la música folclórica es un santuario cerrado a los aires de la modernidad. Las creaciones musicales devienen en objetos mágicos dotados de prestigio simbólico y sobre el cual no cabe discusión alguna. Son artículos de fe y la fe no se pone en tela de juicio, se guarda con devoción.

El texto musical entonces es como un rito parecido a la misa entre los católicos, una ceremonia que se representa para entrar en comunicación, es decir, en comunión mística con la fuerza suprema de los ancestros. Alterar, desvirtuar ese texto por el ejecutante-sacerdote o por el público-feligrés es lo mismo que transgredir un dogma religioso.

Y al parecer algunos especialistas se han erigido en sacerdotes fundamentalistas del nuevo credo musical. Fuera de su verdad revelada no hay salvación. Sostienen ahora que el porro no es cantado y que no debe cantarse y establecen una discutible línea imaginaria entre el porro sinuano y el porro de las antiguas sabanas de bolívar. Olvidan quizá que antes de la introducción de los instrumentos metálicos en el último tercio del siglo diecinueve, el porro cuando no se interpretaba con guitarra se instrumentaba con pitos, gaitas, guaches, tamboras y caña de millo. Y acaso se vocalizaba también acompañado de palmoteos de manos en los bailes cantados.

Los fundamentalistas y el fundamentalismo es manifestación de idealismo fanático, reclaman para el porro un estatuto doctrinal que está más allá de la realidad de todo producto vivo. Pues si alguna vez evolucionó de la ejecución con instrumentos vernáculos a su ejecución con trompetas, clarinetes, trombones, bombardinos, barítonos, bombo, redoblante y platillos, ¿es ilícito hoy o, mejor, es un sacrilegio la agregación de bajos, guitarras, baterías y teclados eléctricos?

Tal vez no, digo yo desde la cocina. El porro es mestizo como el hombre que lo interpreta y lo mestizo no puede ni debe reclamar pureza. El purismo en la música, el casticismo en el uso de la lengua y la castidad a ultranza en las mujeres no puede conducir a otra cosa que a la esterilidad. En nombre del purismo religioso fueron arrojados a la hoguera inquisitorial miles de disidentes, sabios y libros de “perniciosas profanidades” en la Edad Media. En nombre del purismo, esta vez de razas, los nacionalistas alemanes cometieron en la última guerra mundial uno de los más espantosos genocidios que recuerde la humanidad.

Las murallas nunca han sido buenas en las ciencias y en las artes. El porro debe abrirse a la influencia saludable del jazz, del rock y de otros ritmos, por supuesto que sin sacrificar su esencia que es el dialogo telúrico con nuestros antepasados. El porro debe, por que no, vallenatizarse, así como el vallenato se ha horrificado. Es cierto que la mayoría de los porros no son cantados y que sus creadores con gran talento musical y menor preparación en letras no los dotaron de textos para el canto. Pero del mismo modo los porros con letras, que no son pocos, deben cantarse acompañados de su vocalización, sobre todo en una época en que es tan determinante la protagonicidad del vocalizador.

El folclor y sus productos no son formas fijas y petrificadas (los latinos llamaban a estas formas: sub specia aeterniatis). Evolucionaron naturalmente, pero si no evolucionan al ritmo de la vida y de los nuevos gustos y la nueva sensibilidad, corren el riesgo de morir. O de perder vigencia antes las nuevas generaciones, que es lo mismo. Es inconcebible que en un mundo en el que tantas verdades que creíamos eternas se han hecho añicos delante de nuestros ojos y valores que pretendíamos absolutos se han hundido bajo nuestros pies, sigamos creyendo en el carácter inmutable del porro. Se revolucionan los medios de transporte, caen imperios, surgen sistemas se comunicación satelital y asombrosas tecnologías bélicas, sin embargo para los folcloristas el porro no puede cambiar. Y por supuesto cambia en su esencia y en su técnica la llamada música clásica y todavía hay quienes de cara al pasado entonan himnos de apología al atraso.

El paisaje total del planeta se desruralizó en el último tercio del siglo y nuestra Costa Caribe no ha sido ajena a ese soplo de renovación que ha experimentado la historia contemporánea. Al urbanizarse el paisaje típico, el paisaje mental y espiritual así mismo se urbanizó. La nueva mentalidad y la nueva sensibilidad, ante los retos y requerimientos que impone el mundo moderno, rompen los viejos moldes que las expresaban a la búsqueda abierta de posibilidades antes desconocidas.

El porro, entonces está exigido de salir de la parroquia para transitar los anchos caminos del mundo de la ciudad. Con su urbanización aumentarán los usuarios y los consumidores y esto redundará a favor de la profesionalidad de compositores e interpretes, incluso en la calidad de la producción musical. Así la historia terminará dándoles la razón a los sociologistas. Ojala que en estos convenientes procesos de cambios, la carrera de la comercialización no vulnere la esencia del porro, no pervierta su mensaje hasta el punto de que se transforme en una cháchara rítmica fácil y superficial y no en lo que ha sido siempre: una conversación íntima y profunda con Dios cristiano y los otros africanos e indígenas que es una de las preocupaciones centrales de los antropologistas.

Para mi gusto, confieso, prefiero seguir oyendo “La Cachucha Bacana”, “Alicia Adorada”, “Fidelina”, “039”, y todos los miles de porros que oí en los años 50 y 60 en versiones originales y para mis nostalgias prefiero la Banda Diecinueve de Marzo de Laguneta, de Miguel Emiro Naranjo, y para mis recuerdos, la Banda bajeras de Pelayo enfrentada a la Banda de Peyo Mulet en los palcos de la fiesta de corraleja en Corozal. Pero sería insensato hoy negarles a mis hijos y a sus contemporáneos y a las generaciones que surgirán, ese privilegio con el pretexto de la pureza de nuestros ritmos.

Ojalá finalmente, estas notas de combustible para encender y reorientar el debate más allá de las simples declaraciones sentimentales de conservadores y liberales –en términos no partidistas sino estéticos, claro está- por el porvenir del porro, nuestro aire vernáculo por excelencia, hoy exigido de una segunda oportunidad sobre la tierra.